lunes, 18 de agosto de 2008

Folignoli, Gabriele c. La Falce, Josefina A. (testamento - nulidad- forma - testigo)


Voces: FORMA DEL TESTAMENTO ~ NULIDAD ~ TESTAMENTO ~ TESTIGO
Tribunal: Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil, sala C(CNCiv)(SalaC)
Fecha: 04/11/1997
Partes: Folignoli, Gabriele c. La Falce, Josefina A.
Publicado en: LA LEY 1998-F, 474
SUMARIOS:
1. -- El testamento es un acto formal en el cual las imposiciones legales tienen el rigor propio de las formas solemnes. Ello así, pues las formalidades testamentarias no son prescriptas como pruebas sino como una forma esencial, de manera que la falta de una sola forma anula el testamento.
2. -- En caso de duda sobre la observancia de alguna formalidad en materia testamentaria, el juez debe interpretarla como insatisfecha, sin perjuicio de que dicha facultad judicial debe ejercitarse con mesura.
3. -- La estrictez de los requisitos formales impone la apreciación integral del ajuste de los testamentos a esos ineludibles requerimientos. Ello constituye una de las desventajas que se resaltan con relación al testamento por acto público, esto es, la posibilidad de su invalidez por incumplimiento de formalidades.
4. -- La referencia a los dependientes del escribano autorizante del testamento por acto público, contenida en el art. 990 del Cód. Civil y coincidente con lo dispuesto en materia testamentaria por el art. 3707 de dicho ordenamiento, implica la existencia de un vínculo de subordinación jurídica y económica que se traduce en la prestación de servicios por un precio.
5. -- El objetivo del art. 3707 del Cód. Civil es alcanzar la independencia de los testigos con relación al escribano autorizante de un testamento por acto público. Por ello, mal puede exhibir dicha condición quien estaba vinculado habitualmente con aquél por la prestación onerosa de servicios.
6. -- La falta de idoneidad de uno solo de los testigos del testamento por acto público implica el incumplimiento de lo dispuesto en el art. 3654 del Cód. Civil --que exige que el testamento por acto público deba ser hecho ante escribano público y tres testigos residentes en el lugar--, suficiente para derivar en la nulidad instrumental.
TEXTO COMPLETO:
Dictamen del Fiscal de Cámara:
Considerando: I. Vienen estos autos a consideración del tribunal de V. E. a consecuencia de los recursos de apelación deducidos por la parte demanda a fs. 589 y a fs. 592, por la actora, contra la sentencia de fs. 583 y sigtes., que con fecha 28 de agosto de 1996 rechazara la demanda. Los remedios procesales fueron concedidos a fs. 599 y a fs. 603.
Dichos recursos de apelación han sido mantenidos en esta instancia, mediante las piezas de fs. 608 y sigtes. --replicada a fs. 629 y sigtes.-- y de fs. 618 y sigtes. replicada a fs. 638 y sigtes.
A fs. 646 vta. el tribunal de V. E. ha decidido dar vista de las actuaciones a este Ministerio Público Fiscal.
II. De manera liminar, he de señalar que, en función de lo dispuesto por el art. 253, párr. 1º del Cód. Procesal, la consideración de los agravios por vía de la apelación, excluye se decrete la nulidad articulada.
También, de manera proemial, señalaré que ajustaré mi dictamen a la consideración exclusiva de los temas que la ley pone al cuidado de esta oficina (arts. 117 incs. 4º y 6º, 117 e inc. 1º del art. 120, ley 1893 y art. 120, Constitución Nacional). Tales temas son, en este estado del proceso, dos. El primero, relativo a la validez de los testamentos de fecha 3 de junio de 1974 --pasado ante el Registro del Esc. Armando Gallardo-- que en copia luce glosado a fs. 48/9 del expediente penal anejo, y de fecha 8 de mayo de 1975 --pasado ante el mismo notario-- que en primer testimonio luce glosado a fs. 2/4 del expediente sucesorio de Ernesto Leggerini, que también tengo a la vista.
El primer plexo argumental que se trae a consideración del tribunal, gira en torno a lo que podríamos llamar deficiencias extrínsecas de dichos instrumentos públicos. El segundo tipo de objeciones que se han traído a consideración del pretorio, versan sobre la eventual falta de adecuado discernimiento por parte del testador, que habría estado afectado de diversas carencias, anejas a su senectud.
El juez de la anterior instancia encontró admisible el grado de discernimiento con el cual actuó el testador, pero decretó la nulidad de los testamentos por haber actuado el notario interviniente, fuera de su jurisdicción. Pues entendió demostrado que los testamentos fueron otorgados en esta Ciudad capital, teniendo su registro notarial, el escribano Gallardo, en la Ciudad de La Plata. Lo que implicó la subsunción del tema bajo la hipótesis prevista en el art. 980 del Cód. Civil.
III. He de adelantar que comparto las conclusiones a las que ha llegado el juez de grado en su cuidada sentencia. pero, parcialmente y con distintos fundamentos.
Es necesario advertir que el argumento considerado por el sentenciante en lo que toca a los testamentos, se ve enervado por la disposición contenida en el art. 992 del Cód. Civil. Dice a este respecto el doctor Llambías ("Tratado de Derecho Civil. Parte general", Nº 1673) que "una garantía de la fe que se ha querido asignar al instrumento público, consiste en el impedimento puesto por la ley para que los testigos y el oficial público, puedan contradecir las constancias del documento si no alegasen que testificaron el acto por dolo o violencia... La razón de la ley es clara. Ella no admite la deposición del oficial público o los testigos contra el instrumento, porque si se admitiera la posibilidad de hacerlo no habría derecho alguno seguro constituido por instrumento público y porque además no se sabría cuándo hablaban aquéllos la verdad: si cuando bajo su firma asentaron lo que consta en el acto, o cuando ante el juez declararon que aquéllo no era cierto...". En el mismo sentido, véase ED, 109-278, fallo de la C1ªCC, Bahía Blanca, en fallo del 22 de setiembre de 1983 "in re": "Miguel, Horacio E. y otro c. Romero Tanera, Diana --La Ley, 1984-C, 680 - 36.709-S--".
Los argumentos que se traen a la especie para poner de relieve que los dichos de los testigos han sido introducidos por vía de prueba documental y no testimonial, son especiosos, A poco que se repare que lo actuado en sede policial, no ha sido sino la instrucción de un proceso penal de acuerdo al proceso provincial que, en ese momento, preveía la instrucción policial, donde los dichos de esos testigos no tienen otra entidad que la dicha. Es decir, que la declaración testimonial hecha en sede policial es declaración, tiene relevancia procesal y no es otra cosa que una declaración testimonial pues no muda a esta especie de prueba, la circunstancia de que los dichos de los deponentes sean traídos al proceso, por otra vía instrumental que la indicada.
No obstante, debe repararse que los dichos de los testigos del proceso, que su vez lo han sido de los testamentos, no pueden nulificarse "in totum" porque sus exposiciones pueden tener otra virtualidad que contradecir, variar o alterar el contenido del instrumento.
Es más, la deposición de los testigos del testamento, fuera de los casos de la alegación del dolo o la violencia, es mi parecer que tiene plena relevancia para todo aquello que no sea contradecir, "variar ni alterar el contenido del instrumento público" (art. 992, Cód. Civil). Con lo cual no dejo de considerar el carácter opinativo de mi conclusión.
IV. Lo dicho, implica que el análisis de la validez de cada uno de los testamentos, se debe hacer a partir del criterio antedicho. Así, nos encontramos ante el testamento del 3 de junio de 1974, pasado ante el notario Gallardo en el cual han actuado como testigos Orfilia Aguirre de Rivelli, Isabel G. Blanco y Rosendo G. Iglesias. Y este testamento es nulo por carecer dichos testigos de adecuada idoneidad.
En efecto, debe repararse que la forma instrumental en el caso de los testamentos realizados mediante acto público (arts. 3622 y 3651 y sigtes., Cód. Civil) reviste carácter visceral --al decir de Spota--. Como V.E. lo ha dicho "in re": "Harretche, Horacio J. y otra c. El Trust Viviendas, S.A. de ahorro y préstamo para la vivienda" del 17 de setiembre de 1986 (ED, 126-174) a propósito de la escritura pública en la constitución del dominio, existen las llamadas formas solemnes absolutas y las relativas: o las antiguas "ad probationem" y "ad solemnitatem". Y el doctor Alterini, en sus precisiones, analiza --si bien en punto a la temática del contrato-- estas alternativas de nulidad en orden a lo dispuesto por los arts. 1183, 976, 977, 1140 del Cód. Civil.
Las claras distinciones hechas en la especie aludida por los magistrados que han opinado, en el caso presente permiten preguntarse si la intervención de los testigos en los testamentos realizados mediante escritura pública, revisten naturaleza de solemnidad absoluta o relativa.
Y en ese contexto, pienso que nos encontramos ante un tipo de solemnidad absoluta.
Debe advertirse que nuestro Código fondal da a los potenciales testadores varias alternativas para expresar su última voluntad (art. 3622, Cód. Civil). Pero si el testador opta por una forma, debe cumplirse con la observancia de la ley (art. 3625, mismo cuerpo legal). Y la ley (art. 3654) exige que el testamento por acto público, "debe ser hecho ante escribano público y tres testigos residentes en el lugar".
En el caso que examinamos, los testigos no deberían tener ninguna de las inhabilidades especiales que el propio código fija en el capítulo II de la sección que analizamos (art. 3664). Pero deben carecer, también, de las inhabilidades generales, que el art. 990 del Código exige para los que testifican en los instrumentos públicos.
Y aquí aparece, a mi juicio, la posibilidad de considerar las declaraciones de quienes han sido testigos en los testamentos, pues su declaración testimonial con incidencia en este proceso, del modo que se analiza, no tiene relevancia para contradecir, variar o alterar el contenido del testamento. Su declaración, sólo se tiene en cuenta, en cuanto viene a poner en evidencia que los testigos instrumentales se encontraban en la hipótesis de dependencia, o cuasidependencia, a que hace referencia el art. 990 del Cód. Civil.
No pueden ser testigos en los instrumentos públicos... "los dependientes del oficial público" y "los dependientes de otras oficinas que estén autorizadas para formar escrituras públicas". Señala Llambías al comentar este texto (conf. "op. et. loc." cit., Nº 1650) que "con esta incapacidad se quería evitar... que dos oficiales públicos con escritorios próximos se intercambiasen sus empleados para hacer constar testificaciones en verdad ficticias".
En el primero de los testamentos que aquí consideramos son testigos, como se dijo, Orfilia Aguirre de Rivelli, Isabel G. Blanco y Rosendo G. Iglesias. La primera (fs. 213 del sumario penal) ha dicho que durante 1973 y 1974 trabajaba con el escribano Gallardo. Explica que si bien no actuaba bajo relación de dependencia laboral, hacía para el notario trámites de gestoría. La misma situación tenía --dice-- en 1974 la Srta. Blanco, agregando la declarante que siempre actuaba como testigo a pedido del escribano Gallardo.
El testigo Iglesias (fs. 191 y fs. 340 del sumario penal) dice que entre 1972 y 1976 trabajó como gestor para el mencionado notario, aunque sin relación de dependencia. Agrega que Aguirre y Blanco eran empleadas del escribano Gallardo.
De lo dicho aquí, considero que se sigue sin demasiada duda que, tanto Aguirre como Blanco, por lo menos, se encuentran incursas en la inhabilidad a la que antes nos referimos.
En lo que atañe al segundo testamento (fs. 2/4 del expediente sucesorio de Ernesto Leggerini) actúan como testigos el ya mencionado Iglesias y Norberto J. Brandolini y Hugo D. Falcone. De lo actuado a fs. 430 de sumario penal y a fs. 373 de estos obrados (respuestas a las preguntas 6ª, 12ª y 13ª) surge que como el notario Gallardo necesitaba testigos con domicilio en La Plata, ya que tenía allí registro, pese a actuar en Buenos Aires, dice el testigo Falcone que su suegro, Iglesias, para quien además trabajaba en temas de gestoría, le solicitó actuar como testigo. La misma situación es la de su primo Brandolini, que declaró a fs. 448 del sumario penal y fs. 244 de este proceso (respuestas a las preguntas 2ª, 8ª, 13ª, 17ª, 19ª, 20ª, y 3ª). Vale decir, que en el caso del segundo testamento, nos encontramos con testigos, que entre sí son familiares y dependientes de Iglesias que, a su pedido, han accedido actuar como testigos testamentarios.
En lo que toca al testigo Iglesias (fs. 191, sumario penal) el mismo reconoce su actuación como gestor de la escribanía Gallardo, diciendo que siempre fue testigo oficioso de lo actuado por el nombrado notario.
Si en el primer testamento, la inhabilitada de las dos testigos antes mencionadas surgía de su dependencia para con el escribano, en el caso del segundo testamento se trata directamente de varios miembros de una gestoría, que además trabajaba para el escribano, emparentados entre sí por lo demás, que han actuado como testigos.
Pienso que es menester tener en cuenta el tipo de trabajo que realizan los gestores de esas escribanías atípicas. Estrictamente, tienen clientelas a quienes atienden en sus necesidades administrativas, por un precio. Esa relación, como así también la vinculación laboral que tienen entre sí los testigos, en mi criterio los inhabilitó para actuar como testigos testamentarios.
Lo dicho significa, que en ninguno de los dos testamentos se ha dado cumplimiento a la solemnidad absoluta que consiste en la concurrencia de tres testigos sobre los que no pese ninguna inhabilidad. Ni específica ni genérica, que es lo que a mi juicio se da cita en ambos casos. No escapa a mi conocimiento la habitualidad de esta operativa, pero tal situación no es suficiente, a mi juicio, para cohonestar la violación, lisa y llana de leyes de orden público.
A la luz de los antecedentes reseñados, llego a la conclusión de que no cabe sino decretar la nulidad de ambos testamentos al haberse omitido, en los dos, la concurrencia de los testigos hábiles a que hace referencia el art. 3654 del Cód. Civil. Así lo impera el art. 1044 del mismo cuerpo legal al no tener el acto testamentario --cada uno de los que aquí se examinan-- "la forma exclusivamente ordenada por la ley, o cuando dependiese para su validez de la forma instrumental y fuesen nulos los respectivos instrumentos".
V. En lo que atañe al discernimiento del testador, poco es lo que deberé agregar. En primer lugar, porque a tenor de lo ya expuesto, se torna abstracto el tema propuesto. En segundo lugar, porque la sentencia apelada ha dicho todo lo relevante de la doctrina y ha examinado de manera cuidada la prueba arrimada.
Solo me he de permitir una consideración de carácter general, y de carácter subsidiario en caso que V. E. no compartiera lo dicho en punto a la nulidad de los testamentos.
Consideración para evidenciar el sentido fundamentalmente prudencial y opinativo que, en mi criterio, tiene este tipo de cuestiones. Lo que a la postre, coloca al juez en el grave y decisivo trance de formar su criterio en base a la sana crítica, que en definitiva no es otra cosa que la expresión prudente de su íntima convicción de conciencia.
Si se analiza fraccionadamente el texto de los arts. 3615 y 3616 del Cód. Civil pareciera que no existe duda sobre la situación intelectual que debe poseer el testador: perfecta razón, sano juicio, completa razón. De allí que, de no existir esa situación, el testamento es nulo.
Pero si se analiza la nota al art. 3615 cit. se advertirá que ya el propio legislador sostiene un neto criterio judicialista, al considerar la situación de los que llama monomaníacos. Por cierto que el codificador es tributario no sólo del saber médico de su tiempo, sino fundamentalmente, de la antropología de raíz cartesiana; pero debe advertirse que al tratar del llamado "monomaníaco" y al disputar la tesis de Troplong, al que califica de "demasiado absoluto", su postura de jurista prudente da dos pistas de relevancia. Que hoy, con el avance de los saberes médicos y los que versan sobre la psique o alma humana, permiten una interpretación menos unívoca de los conceptos antes recordados.
Dice Vélez, como conclusión de sus críticas: "Los jueces pueden tener el poder de apreciación para decidir acerca de la capacidad de disponer en que puede haberse hallado el monomaníaco ... ¿No sería más prudente y más jurídico resolver la cuestión como cuestión de hecho según las circunstancias, el carácter, la extensión y la intensidad más o menos grande de la monomanía del testador, como también la rectitud y buen sentido en sus disposiciones?"
Esas dos pistas, llevan a una sola conclusión: La remisión al análisis del caso concreto, como cuestión de hecho y a la formación del recto criterio judicial en la definición de la nulidad, o no, del acto de última voluntad.
Y esa indeterminación normativa que advertimos, se ve robustecida con la inclusión del penúltimo párrafo del art. 152 bis del Cód. Civil que en la reforma de 1968 (ley 17.711) incluyó en su inc. 2º a los disminuidos en sus facultades cuya inhabilitación sólo impide, que, sin la conformidad del curador, no pueden tomar actos de disposición entre vivos.
Por lo tanto, si el inhabilitado del art. 152 bis puede testar, como lo acepta la generalidad de la doctrina, lejos estamos de poder considerar de manera apolínea las nociones de perfecta razón, sano juicio y completa razón, de los arts. 3615 y 3616 del Cód. Civil.
Analizadas en el contexto apuntado, tanto la declaración de los testigos Porter (fs. 391 del sumario penal), Pistani (fs. 392 de los mismos y fs. 501/3 de este juicio), Barratelli (fs. 393 del sumario penal) y Gammarino de Guerra (fs. 404 del juicio agregado), entre otros, como lo actuado por derecho propio en los tres desalojos, que también he tenido a la vista, se impone coincidir en este punto, como ya se ha dicho, con lo expresado por el a quo. No empece a esa conclusión la referencia a algunos achaques a los que hace referencia, incluso, el propio causante, denotando una lúcida autoconciencia crítica; o las referencias aisladas de algunos testigos a la relación existente entre la heredera y Leggerini.
VI. De todo lo expuesto, se sigue que en mi criterio son nulos los dos testamentos impugnados por deficiencia de la forma esencial. No obstante, en subsidio, dejo expresada mi convicción sobre la suficiencia de discernimiento del testador al otorgar ambos actos de última voluntad.
Por estos fundamentos, considero que deberá confirmarse lo decidido por el juez de la anterior instancia. -- Junio 25 de 1997. -- Carlos R. Sanz.
2ª Instancia. -- Buenos Aires, noviembre 4 de 1997.
¿Se ajusta a derecho la sentencia apelada?
El doctor Alterini dijo:
1. La sentencia de primera instancia hizo lugar a la acción promovida por el sobrino del testador, hijo de una hermana, y declaró la nulidad de dos escrituras testamentarias que beneficiaban a la demandada, con costas por su orden y las comunes por mitades. Contra dicho pronunciamiento se agravian la demandada a fs. 608 y el actor a fs. 618, memoriales contestados a fs. 629 y 638, respectivamente.
II. El testamento es un acto formal en el cual las imposiciones legales lo son con el rigor propio de las formas solemnes. En ese sentido, expresa el art. 3632 del Cód. Civil en su primer párrafo: "Las últimas voluntades no pueden ser legalmente expresadas sino por un acto revestido de las formas testamentarias". Esta norma tiene en mira tanto la necesaria adopción de alguna de las tipologías aceptadas por el Código, como las formalidades específicas de cada una de ellas. Como aclara Vélez Sarsfield en su anotación al art. 3622, "...las formalidades testamentarias no son prescriptas como pruebas, sino como una forma esencial, y la falta de una sola forma anula el testamento".
En particular, el art. 3654 establece: "El testamento por acto público debe ser hecho ante escribano público y tres testigos residentes en el lugar".
El juzgador, en su meditada decisión, entendió que los dos testamentos por acto público habían sido otorgados fuera de la jurisdicción en la cual el notario interviniente estaba habilitado para autorizar escrituras. Su cuidadoso análisis de los testimonios de los testigos testamentarios, efectuado a fs. 587/587 vta., concluyó en que contrariamente a lo que consta en ambas escrituras, ellas fueron autorizadas en la Capital Federal y no en La Plata, por lo cual se habría violado la disposición del art. 980 de Cód. Civil que impone la actuación del escribano en los límites de su jurisdicción.
La demandada puntualiza que el art. 992 impide la decisión adoptada, pues: "Los testigos de un instrumento y el oficial público que lo extendió no pueden contradecir, variar ni alterar el contenido de él, si no alegasen que testificaron el acto por dolo o violencia que se les hizo, en cuyo caso el instrumento público no valdrá".
Como la prueba acerca de la actuación del notario fuera de jurisdicción se limitó a la resultante de los testimonios de testigos instrumentales, el art. 992 es obstáculo legal insalvable para que la nulidad progrese con ese fundamento.
Aunque el eventual incumplimiento de la norma del art. 980 del Cód. Civil no es esgrimible en estos actuados, en virtud de la previsión del art. 992, de todos modos las circunstancias señaladas por el juzgador arrojan sombras sobre la realidad del cumplimiento de los requisitos necesarios para la validez del testamento por acto público.
III. La estrictez de los requisitos formales lleva a la ponderación integral del ajuste de los testamentos a esos ineludibles requerimientos, extremo que lleva justamente a una de las desventajas que se resaltan con relación al testamento por acto público, la posibilidad de su invalidez por incumplimiento de formalidades (ver Graciela Medina, "Nulidad de testamento", Buenos Aires, 1996, p. 204).
Siempre en el marco de los aspectos formales, la fiscalía de Cámara coincide con el actor en la nulidad de ambos testamentos, porque al menos algunos de los testigos en ambos instrumentos estarían comprendidos en la prohibición incluida en el art. 990 del Cód. Civil acerca de que: "No pueden ser testigos en los instrumentos públicos... los dependientes del oficial público...".
Me adelanto a un hipotético reparo a la postura de la fiscalía, consistente en sostener la postura doctrinaria que interpreta que las incapacidades en materia testamentaria son específicas y por tanto, de no ser aplicable el art. 990, regiría la directiva genérica del art. 3696 sobre que: "Pueden ser testigos en los testamentos, todas las personas a quienes la ley no les prohíbe serlo".
Cualquiera sea la tesitura que se adopte frente a la disputa enunciada (ver estado de la cuestión en Santiago c. Fassi, "Tratado de los testamentos", Buenos Aires, 1970, vol. I, núms. 144/145, ps. 110/113), no incide en la suerte de estos actuados.
En verdad, no debe perderse de vista que la solución del art. 990, en lo que nos atañe, la supuesta dependencia de testigos con el escribano autorizante, es coincidente con el precepto específico en materia testamentaria contenido en el art. 3707, según el cual: "Tampoco pueden ser testigos en los testamentos, los parientes del escribano dentro del cuarto grado, los dependientes de su oficina, ni sus domésticos".
En cuanto a la comprensión de la referencia a los dependientes del escribano del art. 990 del Cód. Civil, del cual es una réplica en ese aspecto el art. 3707, José María Orrelle recuerda que se ha pensado en la existencia de un vínculo de subordinación jurídica y económica, con el alcance de que "supone una subordinación o sujeción que ordinariamente se traduce en la prestación de servicios por un precio" (en su comentario al art. 990 del Cód. Civil en el "Código Civil comentado, anotado y concordado" dirigido por Augusto C. Belluscio y coordinado por Eduardo A. Zannoni, t. 4, Buenos Aires, 1982, p. 539).
IV. En el testamento fechado el 3 de junio de 1974 fueron testigos Ana O. Aguirre de Rivelli, Isabel G. Blanco y Rosendo G. Iglesias, mientras que en el suscripto el 8 de mayo de 1975 lo fueron, nuevamente el último de los indicados y también Víctor N. J. Brandolini y Hugo D. Falcone. Ambas escrituras testamentarias fueron autorizadas por el escribano Armando M. Gallardo.
V. En cuanto a los testigos instrumentales en el primero de los testamentos, la señora de Rivelli refiere a fs 213 del expediente penal adjunto que en los años 1973 y 1974 realizaba trabajos de gestoría para el escribano Gallardo y a fs. 213 precisa con relación a la testigo Blanco que "para el año 1974 trabajaba como gestora del escribano Gallardo; o sea con la misma relación de dependencia que la dicente".
La testigo Blanco expresa a fs. 191 que "se desempeñó como empleada para gestiones de gestores que el escribano Armando M. Gallardo poseía como empleados en su escribanía". A fs. 191 vta. puntualiza: "que conoce a la testigo Ana O. Aguirre, por el nombre de Ana Aguirre,
y ésta fue empleada del citado escribano ... realizaba trámites de gestoría para las empleadas del escribano...".
Con estos dos testimonios es suficiente para advertir con toda claridad que ambos testigos están incursos en la prohibición del art. 3707 del Cód. Civil. La testigo Rivelli llega a reconocer que la testigo Blanco tenía "la misma relación de dependencia que la dicente" y esta última que la señora Rivelli "fue empleada del citado escribano". Incluso el testigo Iglesias tampoco es idóneo, pero de ello me ocuparé en ocasión de detenerme en el otro testamento cuestionado.
VI. En lo atingente a los testigos en el segundo testamento, Iglesias manifiesta a fs. 340 del juicio penal: "Que recuerda haber trabajado como gestor administrativo para el escribano Armando Gallardo, no en relación de dependencia, sino realizando algunos trabajos aislados; que ello fue aproximadamente entre los años 1972 a 1976, o sea por espacio de cuatro años". Con respecto a Brandolini "dice que fue empleado del dicente en oportunidad de poseer la gestoría..." y que Falcone "es su yerno, y colaboraba con el exponente en su gestoría".
El testigo Brandolini significa a fs. 448/448 vta. "que la relación que pudo haber tenido con el citado escribano, es por parte de Rosendo G. Iglesias, quien se encontraba al frente de la gestoria... y para quien el dicente era empleado". Reitera que conoce a Iglesias "por haber trabajado para éste en la gestoría que antes mencionó" y a Falcone "por ser el yerno de Iglesias y haber trabajado con el dicente en la precitada gestoría". A fs. 244 de la causa principal, al evacuar la pregunta 1ª, expresa que "era gestor y tenía relaciones de trabajo con la escribanía donde trabajaba la demandada".
Falcone dice a fs. 430 de los autos penales que a Iglesias "lo conoce por ser su suegro" y a Brandolini, "también lo conoce por ser su primo". Agrega que "se desempeñaba en la gestoría de su suegro, en la parte de automotores". A fs. 373 vta. del expediente principal, al responder a la pregunta 15ª, precisa: "Que Brandolini y el declarante eran empleados de Iglesias, y trabajábamos en la parte Automotores, pero no eran gestores de escribanías, el que era gestor era Iglesias".
Surge con claridad que la gestoría conducida por Iglesias tenía relaciones habituales con el escribano, por cierto que remuneradas. Tal circunstancia le generó subordinación con el escribano, al menos en el ámbito propio de sus gestiones onerosas. En definitiva, la actividad del gestor para con el escribano consistió "en la prestación de servicios por un precio" y este rasgo, como vimos, es suficiente para considerar configurada la noción de "dependencia" prevista por el art. 3707 del Cód. Civil.
Si lo que procura asegurar el art. 3707 es la verdadera independencia de los testigos con relación al escribano, mal la podía exhibir quien estaba vinculado habitualmente con él por la prestación onerosa de servicios, hasta por elementales razones éticas. Este testigo tenía relaciones de trabajo con el escribano y además con la propia demandada, que trabajaba en la notaría y se encargaba de algunos pagos, como lo precisa el testigo Brandolini en sus contestaciones a las preguntas 1ª, 19ª y 31ª vertidas en su declaración de fs. 244 del principal.
Basta merituar la situación de Iglesias para derivar en la nulidad instrumental, porque la falta de idoneidad de uno sólo de los testigos implica el incumplimiento del art. 3654 del Cód. Civil. Sin embargo, tampoco debe perderse de vista que los otros dos testigos son parientes y dependientes de quien se presenta como gestor de la escribanía en la que trabajaba la demandada beneficiaria de los testamentos impugnados.
VII. En consonancia con el rigor de los aspectos formales en materia testamentaria, coincido con la postura que pone énfasis en que en caso de duda sobre la observancia de alguna formalidad, el intérprete debe inclinarse por entenderla insatisfecha, bien que la facultad judicial al respecto deba ejercitarse "con mucha mesura" (Fassi, ob. cit., Nº 118, ps. 99/100).
Me inclino por pensar en que el pronunciamiento por la nulidad de ambos testamentos se concreta en un marco de prudencia, no sólo porque la solución seguida acerca de la inidoneidad de los testigos instrumentales ante las circunstancias del caso, se presenta como una recta captación de la ley, sino a mayor abundamiento porque en el marco de la verdad real, tampoco puede olvidarse que el impedimento del art. 992 fue el factor que obstó a que lisa y llanamente se concluyera que en los testamentos se violentó el art. 980 del Cód. Civil.
VIII. Ante la ineficacia del testamento, al menos en aspectos formales, se convierte en abstracta la hipótesis de la existencia de defectos sustantivos, por lo cual es estéril e inconducente que me detenga en ellos.
IX. En cuanto al planteamiento subsidiario de la demandada de nulidad de la sentencia por presunta falta de integración de la litis, es evidente que si se declara la nulidad de los testamentos por no ser idóneos los testigos instrumentales, no está en juego una hipotética falsedad de aquéllos. Por tanto, la petición es improcedente.
X. En cuanto a las costas, es compartible el criterio del juzgador, del que se agravia el actor, de distribuirlas en el orden causado. La posibilidad consagrada por el art. 68 "in fine" se corresponde con las peculiaridades de este expediente, pues si bien de ser compartido mi voto progresará la acción promovida, es indudable que su condición de beneficiaria en los dos testamentos, pudo hacer creer razonablemente a la demandada, fundada en esa apariencia de eficacia, que le asistía derecho para resistir la demanda, incluso en la alzada.
XI. Por las consideraciones antecedentes y de conformidad con lo dictaminado por la fiscalía de Cámara, voto porque se confirme la sentencia apelada, en todo cuanto decide, con costas de segunda instancia en el orden causado.
Por razones análogas, los doctores Ruda Bart y Galmarini, adhirieron al voto que antecede.
Por lo que resulta de la votación que instruye el acuerdo que antecede, de conformidad con lo dictaminado por la fiscalía de Cámara se confirma la sentencia apelada en todo cuanto decide, con costas de segunda instancia en el orden causado. Una vez regulados los honorarios de primera instancia, se fijarán los de la alzada. -- José Luis Galmarini. -- Javier M. Ruda Bart. -- Jorge H. Alterini.
© La Ley S.A.

Frias Natividad

Natividad Frias
Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Capital Federal, en Pleno (CNCrimCorr)(Pleno)
F., N.
PUBLICACION: LA LEY, 123-842 - JA, 966-V-69.


Buenos Aires, agosto 26 de 1966. ­­ "Si puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de un cargo oficial".
El doctor Lejarza dijo:
Antes de entrar en la materia de este plenario casi debido a mi ya vieja obstinación, quiero dejar sentado que, como juez, estoy inalterablemente dispuesto a condenar, cuando fueren de mi incumbencia, todos los delitos previstos en las leyes represivas.
Lo que no empece a que ponga mi mayor empeño en fustigar ciertas desviaciones injustificadas. El art. 88 del Cód. Penal se aplica exclusivamente a las menesterosas a quienes la sociedad les cobra su altruista socorro hospitalario entregándolas convictas de ese delito.
El art. 165 del Cód. de Proced. Crim. impone la obligación de denunciar cuando son atendidas las víctimas de "envenenamiento y otros graves atentados personales...", y de indicar "en cuanto fuere posible, los nombres y demás circunstancias que pueden importar para la averiguación de los delincuentes".
Este artículo está perfilado y circunscripto en el 156 del Cód. Penal que ha absorbido, por serle propia, la materia del 167 procesal.
La cuarta disposición atinente es la del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal que conmina como encubrimiento "dejar de comunicar a la autoridad las noticias que tuviere de la comisión de algún delito, cuando estuviere obligado a hacerlo por su profesión o empleo".
Todos los artículos citados, únicos pertinentes, hacen llamativa gala de excepciones y reservas. Ya vimos que el art. 165 del Cód. de Proced. obliga a denunciar cuando son atendidas las víctimas y, en cuanto fuere posible, dar las otras informaciones. El subsiguiente art. 167 hace una expresa excepción cuando "las personas mencionadas hubieran tenido conocimiento del delito por revelaciones que les fueron hechas bajo secreto profesional".
La reserva del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal, pareciera destinada, en lo que respecta a los del arte de curar, a una cierta categoría de profesión o empleo concomitante con el desempeño de la función pública, pero ya veremos que esta odiosa distinción no es legítima y que ese deber es simplemente el impuesto por el ya mencionado art. 165 para esta clase de personas.
Y sobre el art. 156 del Cód. Penal que conmina la revelación "de un secreto cuya divulgación puede causar daño" cuando no medie "justa causa", habré de decir, como tantas otras veces, que esta causa es exclusivamente legal. Es decir, que solamente una ley puede eximir de guardar el secreto debido, convirtiendo en obligación su quebranto.
En ningún caso el simple interés público puede llegar a ser la causa justa porque ese interés jugaría siempre dando al traste con todos los secretos. Nada justificaría la reserva del sacerdote o la del abogado o la de cualquier otro profesional y no la de los versados en el arte de curar, puesto que la confesión o el conocimiento que éstos obtienen están generalmente condicionados por un mayor y más urgente apremio.
El art. 18 de la Constitución Nacional dice que "nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo", y una forma larvada, cruel e innoble de conculcar el precepto es utilizar el ansia vital de la abortada para la denuncia de su delito, delito éste conocido o por una confesión que le ha sido prácticamente arrancada, o por un estado de desvalimiento físico y espiritual no aprovechable para esos fines, como no lo es tampoco el empleo de drogas, por ejemplo.
"Justa causa" es la del médico cuando atiende ciertas enfermedades contagiosas, pero las razones habidas por el legislador son otras. Debe considerarse que el primer beneficiario es el enfermo mismo, porque se supone que en un lazareto ha de recibir mejor atención que con tratamiento ambulatorio; el segundo beneficiado son sus familiares expuestos al contagio por la convivencia, y el tercero, la sociedad que en este caso se confunde con el ajetreado interés público.
Es increíble que las gentes, en general, y los funcionarios y magistrados judiciales, en particular, piensen que los legisladores no pueden expresar con claridad sus pensamientos. Si quisieran que los médicos y sus acólitos o ayudantes denuncien en todos los casos a los delincuentes que asistan cualquiera sea la forma en que conozcan el origen de su mal ¿por qué no establecerlo sin ambages?
En mi concepto todo el régimen procesal­penal que rige la institución del secreto médico oscila entre dos extremos: 1) el de la denuncia obligatoria prescripta en los términos del art. 165 del Cód. de Proced. y penada su omisión bajo el rubro del encubrimiento en el inc. 6° del art. 277 del Cód. Penal, y 2) la observancia del secreto impuesta por el art. 156 de este código y redundantemente recogida en la disposición del art. 167 de la ley formal.
Esta sencilla solución me hace recordar la fábula del "mons parturiens", y no precisamente porque esté tratando el tema del aborto...
Las objeciones que sobre otros aspectos de la cuestión ­­aparecidas en J. A. del 12 de noviembre de 1962 (Rev. LA LEY, t. 108, p. 740) ­­ me hicieron distinguidos colegas, las contesté en la causa 3190 de la sala I, resuelta el 28 de abril de 1964 y aparecida en J. A. del 9 de julio de 1965. Allí remito a mis tolerantes lectores para no alargar inmoderadamente este voto con su transcripción.
El ejercicio de un cargo oficial no releva de cumplir con el deber de guardar secreto. A este efecto me parece suficiente remitirme a la resolución de la causa de cámara publicada en Rev. LA LEY, t. 115, p. 711. donde hice mayoría con los doctores Rassó y Millán.
En anteriores votos también he dicho hasta el cansancio que no puede instruirse un sumario sobre una denuncia delictuosa porque el ordenamiento legal es hermético y no consiente su propia violación.
Además, el interés público no podría justificar este inhumano dilema: o la muerte o la cárcel.
Aquí debiera terminar mi exposición si no fuera que mi situación de primer votante me obliga a prever toda clase de objeciones y, como el Quijote, "entrar con ellas en fiera y desigual batalla".
Hay cierto pensamiento jurídico vernáculo que prescinde de la manera como llega a la autoridad el conocimiento de un delito porque no existen en el código procesal formas sacramentales para la iniciación de un sumario. Conocido un delito de acción pública, ésta se encuentra en condiciones de ser ejercida.
En virtud de tal premisa se concede incluso que el denunciante haya violado el secreto profesional y cometido el delito previsto y penado en el art. 156 del Cód. Penal, pero se agrega que tal no empece al ejercicio de la acción contra la abortante por hallarse incursa en el delito del art. 88 del mismo código.
En contra de esta manera de considerar el problema he pensado siempre que cuando la ley no quiere la comisión de un hecho y lo conmina, tampoco quiere otras consecuencias que no sean la pena, la indemnización de los daños producidos, etc. Si no obstante la admonición legal esas otras consecuencias sobrevienen, la ley resulta doblemente violada: la primera vez por el médico infidente; la segunda, por quienes enterados de lo que la ley no quiere, la aplican en contra de la víctima de esa infidencia. Esta segunda violación determina la insanable nulidad de lo actuado.
En los casos previstos en el art. 72 del Cód. Penal si la acusación o denuncia no fuere hecha en las condiciones allí establecidas, y no obstante siguiere el proceso por ignorancia de la defensa e inadvertencia de los magistrados intervinientes, éste será inexorablemente nulo, aunque ya no puede invocarse la razón habida por la ley para instituir la acción de instancia privada: el respeto de la esfera íntima, la cual estaría ya gravemente vulnerada por el "strepitus fori".
Con motivo del delito de resistencia a la autoridad puede presentarse una situación similar cuando el funcionario no actúe en el ejercicio legítimo de sus funciones y el particular resista la orden impartida contra él. Alguna corriente en Italia se pronuncia en favor de la autoridad cuya orden no se puede discutir (una especie de "solve et repete" absurda y pretorianamente aplicada a la libertad de las personas).
A esto contesta enérgicamente Carrara en los párrs. 2765 y 2778 de su programa, citado por Soler, "Derecho Penal Argentino", t. V, p. 108, el cual le hace decir con elegencia que "cuando un funcionario incurra en abuso, sería preciso condenar a un tiempo a los dos sujetos, uno por abuso de autoridad y otro por resistencia a la autoridad abusiva". En el ya citado párr. 2765, Carrara les pregunta a los sostenedores de tamaña incongruencia si lo dicen "seriamente o por hipocresía", y después de suponer una tal sentencia inquiere sobre su moral. En el otro, el 2778, califica de "monstruosa combinación la declaración conjunta de culpabilidad del oficial público y del ciudadano que se le resistió".
Como curiosidad destaco que Soler, ibídem, comenta que "esa posibilidad no escandalizó a la Cámara Criminal y Correccional" en Fallos, t. 1, p. 71, aunque luego reconoce que ya no es el criterio de este tribunal.
Desgraciadamente no es tampoco ésa la única vez que se ha incurrido en interpretaciones de la misma naturaleza, dicho sea esto con el mayor respeto.
Voto por la negativa, dejando expresamente a salvo que la exención de proceso alcanza sólo a la abortante.
El doctor Pena dijo:
El problema procesal tiene un sobrentendido presupuesto cuya solución es decisiva: resolver la colisión de deberes impuestos al profesional.
Entre nosotros no existe, como en la ley italiana, la obligatoriedad incondicionalmente fijada a los médicos de denunciar todo caso de aborto, sea o no sospechoso de delito (v. Maggiore, G., "Derecho Penal", t. III, p. 320; Manzini, "Tratado de Derecho Penal", 10, 63, entre otros), por lo cual la cuestión debe enfocarse en el plano "rigurosamente objetivo de la antijuridicidad y de los motivos que la excluyen" (Jiménez de Asúa, Luis, "Tratado de Derecho Penal", t. IV, p. 418) y parece que "en estos casos, el derecho no tiene más solución que la de sacrificar uno de los dos bienes en conflicto" (Soler, Sebastián, "Derecho Penal Argentino", t. IV, p. 121).
Si se acepta este punto de partida la solución habrá de ser buscada en la propia ley y del conjunto de normas que establecen la obligatoriedad de la denuncia debe "sin embargo quedar excluido el caso en que ese conocimiento del delito se hubiera obtenido por revelaciones que le fueren hechas bajo el amparo del secreto profesional", conforme a expresa prescripción del art. 167 del Cód. Procesal de la Nación. Esta excepción, que significa una prohibición de denunciar y, por ende, limitativa tanto de la imposición como de la facultad para hacerlo se explica desde el punto de vista sustancial porque la violación de ese secreto está expresamente prevista como delito por el art. 156 del Cód. Penal (Clariá Olmedo, Jorge A., "Derecho Procesal Penal", t. III, p. 38).
Lo dicho hace innecesario diferenciar si el secreto fue exigido, como lo sostienen Eusebio Gómez ("Tratado de Derecho Penal", t. III, p. 436) y Alfredo J. Molinario ("El secreto profesional de quienes ejercen el arte de curar y la obligación de denunciar delitos", en Revista de Derecho Procesal, 1944, p. 398 y "Derecho Penal" ­­comp. Toscano­­, p. 399), pues de todas maneras, la culpable intervención que tuvo la autora o consentidora de aborto es noticia que el médico recibió en razón y ejercicio de su profesión, y como tal se encuentra bajo la tutela de la prohibición. Aceptar la validez de las manifestaciones incriminatorias que el confidente pueda hacer respecto de su asistida lleva a la pérdida de las garantías que para ella representa el deber del secreto reglado. "Para el médico, en efecto, la abortante es antes que nada una paciente a la que está obligado a asistir y procurar curación; obligarle, en tales condiciones, a denunciar a su propia cliente, sobre recargar su conciencia y constituir una flagrante violación del secreto profesional, redundaría a buen seguro en grave perjuicio y riesgo de las asistidas, pues muchas de ellas, ante el fundado temor de que la consulta médica sirviere de antesala a la prisión y al deshonor, preferirían ocultar su estado o seguir entregadas al arbitrio de comadres o curanderos" (Quintana Ripollés, A., "Tratado de la Parte Especial del Derecho Penal", t. I, p. 520).
Contesto negativamente al cuestionario que se nos propuso a fs. 53, y con el alcance del voto del doctor Lejarza.
Los doctores Rassó y Negri adhirieron al voto precedente.
El doctor Amallo dijo:
En la causa 4063 de la sala I, sostuve, juntamente con el doctor Lejarza, que no podía instruirse sumario criminal en los casos en que se dieran las circunstancias que hacen, ahora, a la materia de este plenario.
Aunque los jueces de cámara que me preceden en orden de sorteo han agotado prácticamente los argumentos con que podría sustentar mi criterio, que es el de entonces, el carácter de mi voto en aquella ocasión, con el que se logró mayoría en la sala, me impone, consecuentemente, con las razones allí expuestas, la obligación de insistir en ellas, aun con desmedro de una razonable brevedad.
Debo así volver nuevamente sobre el problema que crea la obligación de mantener el secreto profesional, cuya violación pune el art. 156 del Cód. Penal, frente al deber de los médicos de hacer conocer al juez competente, al Ministerio Fiscal o a funcionario de la policía, los envenenamientos y atentados graves, en los cuales hubiesen prestado los socorros de su profesión, en orden a lo dispuesto por el art. 165 del Cód. de Procedimientos.
En principio, de la sola lectura de ambos textos legales, se infiere su particular antagonía, pero un estudio más detenido nos lleva a otra conclusión, si se los analiza también con el art. 167 del último de los códigos nombrados.
Esta última disposición legal exime de la obligación de la denuncia, a los médicos, cirujanos, etc., intervinientes, cuando los mismos hubieran tenido conocimiento del delito, por revelaciones que les fueron hechas bajo el secreto profesional.
Es necesario, ante todo, entender claramente cuál es el secreto y cuáles esas revelaciones. No podemos admitir, de manera alguna, que la ley exija que la reserva haya sido solicitada en forma expresa. El enfermo que busca los auxilios de un médico piensa que lo hace con la seguridad de que sus males no serán dados a conocer, porque el secreto más estricto los ampara. Es algo sobre­entendido, que no es necesario renovar en cada visita o asistencia. Pensar otra cosa sería como admitir que los fieles que se acercan al confesionario, en busca de alivio a su conciencia y de perdón a sus pecados, tendrían que requerir esa misma reserva al confesor. Ello sería sencillamente absurdo, puesto que, como lo destaca el doctor Sebastián Soler, el secreto es el mismo, sea o no comunicado o advertido.
Para el autor citado, la regla en estos casos es la reserva, que se impone siempre, incluso en los casos del art. 165, porque para que se esté obligado a denunciar es necesario que no se trate justamente de un secreto. Contra lo que comúnmente se supone, no existe para el médico lo que el mismo Soler llama "zona de facultad"; en los casos del art. 165 debe denunciar siempre que no haya secreto o callar si lo hay (autor cit., "Derecho Penal", t. IV, p. 132).
La aparente oposición entre ambas disposiciones legales, debe interpretarse en el sentido de que quien recurre a un médico por una afección autoprovocada, aun delictuosa como el aborto, goza de la seguridad de que su secreto no será hecho público; en cambio, no ocurre lo mismo cuando el atentado lo ha producido un extraño, desde que esa acción es extraña a la relación existente entre el médico y el enfermo, que es la amparada por la ley. En estos casos el facultativo debe denunciar el hecho delictuoso ejecutado por terceros, salvo en casos como los de los delitos contra la honestidad, en que la viabilidad de la acción depende de la instancia privada, para cubrir los riesgos del "strepitus fori".
Es verdad que podría hacerse la distinción entre los médicos que ejercen su profesión en forma privada y los que lo hacen con el carácter de empleados o funcionarios públicos, cuya conducta frente al conocimiento del hecho delictuoso podría estar reglada por el art. 164 del Cód. de Proced. y a los cuales no se referiría el art. 167 del mismo código.
El planteo es, a mi juicio, más aparente que real, desde que la ley, en el primero de los textos citados, no pareciera haber incluido al médico, incluyéndolos, en cambio, de manera específica en el art. 165. En esta dualidad funcional ­­médico y funcionario­­ predominan necesariamente factores de índole profesional que se originan en normas morales y jurídicas que rigen el ejercicio de la medicina, como profesión, en la que está interesado el orden público.
Por otra parte, una solución contraria nos llevaría al absurdo de admitir que un mismo médico estaría o no obligado por el secreto profesional, según actuara en su consultorio particular o en la sala, gabinete o dispensario público. De hecho nos encontraríamos frente al irritante distingo entre el enfermo que cuenta con medios para su asistencia privada y el que, por no contar con ellos, necesita concurrir a un hospital oficial. Para unos no podría admitirse la denuncia, para los otros tal denuncia sería obligatoria y de esa manera el art. 16 de la Constitución Nacional sería letra muerta y la igualdad ante la ley un precepto caduco. El simple planteo de esta discriminación nos demuestra la enormidad del absurdo en ella contenido.
Debo también agregar que si los médicos y demás profesionales en el arte de curar, no pueden ser admitidos como testigos, de acuerdo con el inc. 5° del art. 275 del Cód. de Proced., para deponer sobre hechos que por razón de su profesión les han sido revelados ­­y aquí no se hacen distinciones de ninguna especie­­, lógico es pensar que tampoco puedan denunciar esos mismos hechos, desde que en ambos casos la "ratio legis" es la misma.
Asimismo, el problema ofrece a su vez un aspecto, que, desde el punto de vista de nuestro orden jurídico, asume primordial importancia. Si una mujer busca el auxilio médico porque se siente herida en su organismo, a veces con verdadero peligro de muerte, lo hace desesperada, acosada por la necesidad, forzada a ello contra su propia voluntad. Su presencia ante el profesional en el arte de curar, para tratar un aborto, que si bien provocó, ahora no puede controlar, en sus últimas consecuencias, implica mostrar su cuerpo, descubrirle en su más íntimo secreto, confesar su delito, porque su actitud resulta una confesión al fin. Entonces es cuándo cabe preguntarse si alguien tiene el derecho de burlarla, haciendo pública su conducta, violando, con su secreto, otra vez una garantía constitucional, que enunciada en el art. 18 de nuestra Ley Suprema, establece de manera indubitable que nadie está obligado a declarar contra sí mismo, y no podría negarse que en tales casos, la obligación es urgida por el derecho a vivir.
Por último, tampoco encuentro colisión entre la obligación de los médicos, parteras, enfermeras, etc. de mantener el secreto profesional en estos casos, con lo dispuesto por el art. 277, inc. 6°, que sanciona por el delito de encubrimiento a los que dejaran de comunicar a la autoridad las noticias que tuvieren acerca de la comisión de un delito, cuando estuvieren obligados a hacerlo por su profesión o empleo. Las razones de que he hecho mérito anteriormente, demuestran, a mi entender, que aquellos profesionales no sólo no están obligados a denunciar los casos de aborto provocado por la propia paciente, sino que la denuncia invade la órbita de lo ilícito. Tal conclusión me exime de otros argumentos.
Si la denuncia a que he venido refiriéndome no ha podido formularse, por contrariar disposiciones legales de indudable aplicabilidad y normas de conducta que constituyen el fundamento moral de una profesión que, como la medicina, tan íntimamente está ligada al orden social del país, dicha denuncia no puede servir de base a proceso alguno contra la denunciada.
Por estas razones y lo expuesto por los doctores Lejarza y Pena, voto contestando negativamente.
El doctor Millán dijo:
Mi respuesta será afirmativa porque ninguna norma procesal puede prevalecer sobre las de carácter penal.
Las primeras son de orden local, mientras que las segundas pertenecen a la Nación, por mandato expreso de la Constitución Nacional (art. 167, inc. 11).
Las provincias han delegado en el poder central la facultad de dictar el código penal, por lo que no puede pensarse que se hubieran reservado, de acuerdo con el art. 104 de la Carta Fundamental, ni un ápice de esa materia (salvo la excepcional situación del art. 32 de la misma).
Pues bien, el Estado federal ha dictado el código represivo y en el mismo se incrimina el aborto de la mujer, causado por ella o consintiendo en que otro se lo cause (art. 88, Cód. Penal).
En la oportunidad de su sanción se contemplaron todas las teorías desincriminatorias del aborto y se las rechazó.
De manera, pues, que las jurisdicciones locales, por ley procesal, no podrían llegar, ni siquiera de modo indirecto, a soluciones que a la postre significarían enrolarse en posturas desincriminatorias.
El delito de aborto es de acción pública, también por mandato del Cód. Penal (art. 71), por exclusión.
No sería correcto, por repugnante a la Constitución Nacional, que una provincia, por vía de una disposición parecida y aun más extrema que el art. 167 del Cód. de Proced. Crim., conllevara, en los hechos, una verdadera desincriminación del aborto de la madre. Es sobradamente conocido que un obstáculo legal contra la represión de un delito es tan eficiente para impedir su castigo como una verdadera desincriminación.
En el caso particular de la presente convocatoria diré, como en oportunidades precedentes, que la ley argentina no coloca a la mujer embarazada en ningún "dilema" cuando incrimina el aborto.
La coloca siempre, casada o soltera, en la alternativa de conservar o perder la vida naciente que lleva en su seno.
Es en este instante en el que debe ubicarse el problema y no en el subsiguiente a la ilícita maniobra abortiva.
Naturalmente que me estoy refiriendo a la mujer que ha abortado con su consentimiento, incriminada en el art. 88 del Cód. Penal, y sus cómplices en el art. 85, inc. 1°.
Las frecuentes víctimas de aborto no querido no son, como es lógico, castigadas en modo alguno y muy bien que se cuidan de hacerlo saber a comadronas, médicos y policías.
No deben ser confundidas con aquellas que acceden por conveniencia (su comodidad, tranquilidad social o seducción), puesto que la ley ha escogido ­­muy bien por cierto­­ entre ambos valores y se ha quedado con el de la preservación de la maternidad y la vida naciente.
Digo esto en afirmación del loable criterio escogido por la ley, que no ha desincriminado el aborto, desechando los argumentos de crítica social materialista que se le oponen y no porque el juez de cámara del primer voto confunda las situaciones.
Pero viene al caso, además, por lo siguiente: la ley ha escogido la solución incriminatoria porque ha considerado que la "vida" en gestación en el materno claustro es un bien jurídico superior a todo otro, como serían el desamparo y repudio de la madre soltera, sus reales y verdaderos padecimientos de orden familiar y social, la muy corriente penuria de ella y el hijo inocente, aun la miseria y el repudio de ambos.
Pues bien, si ello es así y lo es frecuentemente ¿pudo haber querido la ley evitar el mal menor del procesamiento a la madre que se burló de la ley natural de la maternidad y de la ley positiva de la incriminación del aborto?
Por cierto que no. De lo que deriva esta conclusión bien clara: es justa causa de revelación de un aborto cuando éste haya sido obtenido mediante maniobras que la ley represiva castiga.
La cuestión de la figura penal del art. 156 es ajena al plenario. La procedencia del castigo de la revelación del secreto profesional será examinada en cada caso de acuerdo con la adecuación del concretamente querellado a las exigencias del tipo penal. Pero no debe olvidarse que una de ellas es que la revelación se haga "sin justa causa". Para mí, la que plantea la convocatoria sería, en principio, justa causa.
Con lo que se acabaría todo el enfrentamiento de dos disposiciones penales, sin olvidar que la de la violación de secreto es de acción privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
No se hable de la causa legal de justificación del art. 34, inc. 3° del Cód. Penal, en el caso de la mujer que debe optar entre procurarse asistencia médica o correr un riesgo para su salud o para su vida, porque el estado de necesidad juega únicamente en los supuestos en que el causante del mal haya sido extraño al mismo y la mujer que causa su aborto o consiente en el que le provoca otro no es extraña al resultado expulsión o muerte violenta del feto.
Debo hacer ahora algunas anotaciones circunstanciales: cuando en el plenario "Seni", sobre coexistencia de los delitos de entrega de cheque sin provisión de fondos y exigencia dolosa de cheque voté como lo hice y dije lo que dije, se enfrentaban dos normas de igual jerarquía constitucional, los arts. 302 y 175, inc. 4° del Cód. Penal. Aquí se enfrentan disposiciones de carácter penal y procesal.
Si en algún otro caso, como en el del proceso "Olivera, Mario A. y otros", sostuve algo aparentemente contradictorio con lo que aquí siento, lo hago tras larga deliberación; pero, recalco, la contradicción es más aparente que real, porque las situaciones son diferentes.
El secreto profesional del sacerdote y el del abogado son muy distintos a los del médico oficial. El sacerdote no es funcionario público y, cuando lo es, el pecador no acude a él en tal carácter sino exclusivamente en el de sacerdote. El abogado cumple con la misión constitucional de la defensa jurídica (art. 18, Constitución Nacional).
Bueno sería que el encargado de asistencia legal saliera a revelar lo que supo a raíz de su elevado ministerio, porque prestaría a la contraparte, particular o acción pública, elementos que hacen o pueden hacer a la defensa individual.
De otra parte, nadie condena a la cárcel o al suicidio a la abortante, porque todo es cuestión de que no revele, ella, su asentimiento a las maniobras abortivas o individualice al que se las produjo. Y con esto se acaba la espinosa cuestión. Ni ante el profesional del arte de curar, ni ante el juez, ni ante nadie, está obligada a declarar contra sí misma. Pero si lo hace, deberá atenerse a las consecuencias de cualquier confesión judicial o extrajudicial.
El doctor Munilla Lacasa dijo:
La formación de sumario en delitos de acción pública no puede omitirse y entiendo que por esta vía, so capa de fijar doctrina, no corresponde, así y por anticipado, resolver lo contrario, ya que la ley represiva nos manda la persecución y represión de los delincuentes (art. 274).
Normalmente la denuncia es facultativa, pero resulta obligatoria en el caso que nos ocupa; doblemente obligatoria si además de funcionario es médico, etc. (arts. 164, 165 y 166, Cód. de Proced. Crim. y 277, inc. 6°, Cód. Penal).
Igualmente resulta imperativa la declaración testimonial (arts. 273, Cód. de Proced. Crim. y 243, Cód. Penal) y en ambas hipótesis, a diferencia del caso del art. 72 del Cód. Penal, que preceptúa algo distinto, la valoración en punto al aspecto incidental de la culpa y de la justa causa a que se refiere el art. 156 de la ley de fondo, estaría condicionada por el art. 167 de la ley de rito. Es por el juego de esos principios que habría de juzgarse, si se querellara; lo que persuade sobre la imposibilidad de infringirlo por parte de quien dice lo que la ley le ordena no callar.
En suma, estas breves consideraciones, las muy convincentes del doctor Millán cuya conclusión suscribo y lo dicho por el doctor Frías Caballero, "in re": "Olivera, Mario A. y otros" (J. A. del 2 de octubre de 1965 [Rev. LA LEY, t. 115, p. 711]) me convencen de que debe hacerse sumario. Por tanto, voto por la afirmativa.
El doctor Fernández Alonso dijo:
La cuestión planteada es de naturaleza pura y exclusivamente procesal.
De existir una excusa absolutoria a favor de la imputada de haberse causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causase, deberá ser resuelta en su oportunidad por el juez que entiende en la causa; pero no es ésta la ocasión para juzgar dicha conducta, ni es éste el tribunal para decidir ab initio si afrontó un grave peligro para su vida y enfrentó un dilema crucial. Ello no puede impedir la formación del sumario y el procesamiento de la abortante.
En oportunidad de votar en la causa "C. M. E. y otros" del 3 de abril de 1962, publicada en Rev. LA LEY, t. 109, p. 740, dije: "En cuanto al mencionado «estado de necesidad» y «no exigibilidad de otra conducta», son principios que deben sólo aplicarse a la comisión de un delito, pero técnicamente resultan inadecuados para resolver el problema de morir a las puertas del hospital o exponerse a ser denunciada por un hecho criminal cometido antes. Igual dilema se le presentó a la mujer entre la vida de su hijo y el ocultamiento de su gravidez, y prefirió sacrificar el feto; después debió elegir entre la vida propia y el proceso y optó por éste. Creo que en la escala de valores eligió mal la primera vez y bien la segunda".
Ratifico plenamente este punto de vista, y sin la menor hesitación doy mi voto por la afirmativa.
El doctor Vera Ocampo dijo:
Tanto se ha insistido en opiniones precedentes en acordar tratamiento preferente, si no exclusivo, al estudio de problemas no comprendidos en el cuestionario propuesto que por mi parte me siento obligado a expresar que ajustaré mi respuesta condicionándola rigurosamente a los claros términos en que ha sido formulado el tema, consistente en determinar si procede instruir sumario criminal en contra de la mujer que haya causado su propio aborto o consentido a que otro se lo causare sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de un cargo oficial.
De acuerdo con los textos legales repetidamente recordados con anterioridad por los jueces preopinantes que deliberadamente omito mencionar una vez más, no ofrece ninguna dificultad advertir, por necesaria gravitación del principio general regulador de la formación del proceso penal, que es obligatorio instruir sumario cuando un funcionario público profesional en el arte de curar denuncia un aborto provocado por la propia mujer o consentido por ella del que hubiera tenido conocimiento en el ejercicio de sus funciones sin serle revelado por la misma, porque resulta de toda evidencia en la hipótesis que se trata de un caso ordinario de denuncia de un delito de acción pública.
La dificultad, aunque sea sólo aparente, está en dar con la respuesta correcta al problema que se plantea cuando el funcionario denunciante conoció la existencia del aborto por noticia proporcionada por su autora a fin de obtener asistencia médica. Como el deber de guardar secreto dispuesto por la ley en tales condiciones tutela la libertad individual inviolable de quien lo ha confiado ­­en su forma más íntima­­ priva sobre la obligación genérica de denunciar el posible delito, a tal punto que impone considerar jurídicamente inexistente una denuncia semejante y, en su consecuencia, ineficaz en absoluto para la formación de sumario criminal respecto de ella. Así dejo expresada mi opinión.
El doctor Prats Cardona dijo:
Pienso, como el doctor Vera Ocampo, que la respuesta al temario debe concretarse según los términos en que ha sido planteado y que lo circunscriben a una cuestión procesal. Por consiguiente, la clave del problema radica en los alcances que se asignen a los arts. 165 y 167 del Cód. de Proced. Crim., vigente para la justicia nacional.
Sin dejar de reconocer que la conciliación entre ambos dispositivos legales ofrece serias dificultades, dando así origen a las dispares interpretaciones, doctrinarias y jurisprudenciales, sustentadas, por mi parte, entiendo que el criterio más prudente, razonable y correcto es considerar que el art. 165 establece, como norma general, la obligatoriedad de la denuncia para los profesionales del arte de curar que, en su ejercicio, hayan tenido noticia de algún hecho delictuoso, salvo la excepción que de tal modo la llama el art. 167, en el caso que la propia víctima del delito lo revelare bajo el sigilo del secreto profesional, que consagra el juramento hipocrático y cuya inobservancia sanciona el art. 165 del Cód. Penal, con igual salvedad de la "justa causa".
No se trata de hacer un juego de palabras, sino de ajustarnos estrictamente a la ley. Por esto, invertir el carácter restrictivo del art. 167 para acordarle un sentido generalizante, sobre la base de consideraciones sociológicas o sentimentales, por muy respetables y generosas que aparezcan, será siempre extramuros de "lege lata". Y la solución ha de buscarse por otras vías atenuadoras como la que contempla el proyecto de Cód. Penal de 1960 (art. 119).
Señalado, pues, que el art. 167 de nuestro Cód. de Proced., sólo puede referirse, a mi juicio, en su armónica y lógica correlación con las demás normas integradoras del ordenamiento jurídico, a las revelaciones en secreto de la víctima del delito, va de suyo que en los casos de aborto provocado o consentido por la madre, ésta no asume tal calidad, sino la criatura por nacer, que no era persona futura y sí una realidad viviente (art. 63, Cód. Civil y nota del codificador).
Permítaseme que proponga un claro ejemplo: una mujer con el propósito de eliminar el hijo que engendra se interna en un sanatorio, clínica u hospital, ya sea público o privado, y allí se provoque o haga provocar por tercero su aborto, manifestando luego que la criatura nació muerta. Los únicos que saben la verdad de lo ocurrido son los médicos, enfermera, etc., del establecimiento, quienes tomaron conocimiento de ello por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte. ¿Están o no obligados, en esas condiciones, a denunciar el hecho?
La respuesta me parece tan obvia que omito explicitarla.
No se invoque, por fin, el remanido argumento de que la amenaza de ser denunciada coloca a la abortante ante el dilema de arriesgar su vida o perder su libertad. Todas las cosas tienen un precio que hay que pagar cuando el motivo determinante que las causa no ha sido extraño a la propia conducta. Y la culpabilidad es un peso que cada cual debe cargar personalmente, tarde o temprano.
De ahí mi categórico voto por la afirmativa.
El doctor Black dijo:
Creo, como el doctor Prats Cardona, que puede y debe instruirse sumario sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su cargo oficial y ello en cumplimiento de claras disposiciones procesales que obligan a los funcionarios policiales a formar causa penal no bien tuvieren conocimiento de un delito de acción pública (arts. 183, 184 y sigts., Cód. de Proced. Criminal).
La particular circunstancia de provenir la denuncia de un médico que haya tomado conocimiento del hecho en el ejercicio de su cargo, no modifica la relación procesal, porque la ley les ha impuesto a los profesionales del arte de curar la doble obligación, de efectuar las denuncias de la especie en términos perentorios, ya sea en su calidad de funcionarios públicos o de médicos privados (arts. 164 y 165, Cód. de Proced. Crim.) con sólo la excepción prevista en el art. 167 para el caso de haber entrado en conocimiento por revelaciones que le hubieran sido hechas bajo secreto profesional.
Es para mí el claro sentido legal, que adecua el interés de la libertad individual con el de la defensa social, pues de generalizarse la tesis que postula la nulidad de las actuaciones policiales y judiciales originadas en la denuncia de un médico en hechos conocidos fuera del sigilo del secreto profesional, llevaría a la incongruencia institucional de perseguir por un lado el Estado la criminalidad por intermedio de los órganos de seguridad y, por otro, a favorecerla, asegurándoles dentro de la mayor impunidad a los delincuentes su asistencia en los establecimientos públicos, de donde una vez restañadas sus heridas podrían volver libremente al seno social para continuar con su quehacer delictuoso. Por ello, voto por la afirmativa.
El doctor Romero Victorica dijo:
El derecho a vivir ­­que no pierde quien ha delinquido­­ y el de no acusarse ­­que tiene precisamente en aquel caso su pleno sentido­­ no deben ser situados en posición de conflicto irreductible. Se trata de derechos humanos esenciales, y es preciso no sacrificar uno al otro. Ello está en el interés no sólo del individuo titular de esos derechos, sino también, al mismo tiempo, en el de la sociedad, que, como sociedad de personas ­­solidaria, por tanto, con éstas­­, reconoce como lo más valioso del bien común la vigencia de los derechos esenciales inherentes a la personalidad, y su primacía incluso sobre la facultad estatal de reprimir los delitos, la cual tiende a salvaguardar bienes jurídicos y no a allanar los más fundamentales.
El que nadie está obligado a declarar contra sí mismo es expresión constitucional de esa primacía. Y es norma de derecho positivo que conduce directamente a la solución de la cuestión planteada en esta convocatoria: Si es injusto obligar a quien delinquió a que provoque, acusándose, su propia condena, es igual y, consiguientemente, injusto condenarla sobre la base de una autoacusación a la que se vio forzada nada menos que por la inminencia de perder su humano derecho a sobrevivir a su delito.
Pero no hay razón ­­salvo la observancia que pueda corresponder de la norma del art. 163 del Cód. de Proced. Crim.­­ para que los demás responsables queden exceptuados de la regla general de la represión penal.
Consecuentemente, opino que la siguiente sería adecuada respuesta al cuestionario planteado: "Debe instruirse sumario criminal con motivo de aborto provocado o consentido por la propia mujer en quien se causare, sobre la base de la denuncia efectuada por quien conoció el hecho en ocasión del ejercicio de la profesión del arte de curar; pero, si lo supo por noticia procedente de la misma mujer que requirió asistencia, ella no podrá ser sometida a procesamiento". En tal sentido doy mi voto.
El doctor Ure dijo:
El delito de aborto es de acción pública y, en consecuencia, debe instruirse sumario cualquiera sea el conducto por el que la noticia llegó a conocimiento de la autoridad judicial o policial. Si el profesional incurrió o no en el delito de violación de secreto (art. 156, Cód. Penal) por la delación de una confidencia, es cuestión ajena al temario propuesto y aun en la primera hipótesis, parece claro que la comisión de este último delito no tiene poder excluyente del otro. Adhiero, pues, a la tesis afirmativa.
El doctor Argibay Molina, por las razones dadas por el doctor Ure, votó por la afirmativa.
El doctor Frías Caballero dijo:
La mujer urgida por la necesidad de asistencia médica a raíz de un aborto provocado por ella misma o por un tercero con su consentimiento, confronta incuestionablemente (como se ha señalado en votos anteriores) una grave situación dilemática: o solicita el auxilio médico para conjurar el peligro en que se halla y entonces se expone a la denuncia del hecho, al proceso y a la condena criminal, o se resigna incluso a la posibilidad de perder la vida.
Esta es, a mi juicio (con independencia de los problemas conexos relativos al secreto médico emergentes de los arts. 164, 165 y 167, Cód. de Proced. Crim., en vinculación con los arts. 277, inc. 6° y 156, Cód. Penal), la única cuestión sometida a examen del tribunal a través del temario de esta convocatoria. A él me reduciré, pues, rigurosamente, en mi respuesta, sin tocar ningún otro problema cuya discusión no resulta necesaria para formularla.
Ello sentado, debo decir que mi opinión es coincidente con la tesis de los camaristas que se han pronunciado por la negativa con diversos fundamentos atendibles que, en general, comparto y juzgo inútil repetir aquí. Sólo me interesa destacar uno, fundamental y decisivo, según pienso, y que emerge del derecho positivo en vigor contenido en una norma nada menos que de jerarquía constitucional. Me refiero a la suprema garantía de que "nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo" estampada en el art. 18 de la Constitución Nacional. Por aplicación de este principio de obligatorio cumplimiento por mandato de la Carta Fundamental, y sin necesidad de acudir a especie alguna de aplicación analógica ­­legal o jurídica­­ "in bonam partem", pienso que no puede instruirse sumario criminal en contra de la mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo (sea este último público, esto es, oficial o privado).
La mera presencia ante el médico de la mujer autora o coautora de su propio aborto implica una autoacusación forzada por la necesidad impuesta por el instinto natural de la propia conservación, puesto que acude a él en demanda angustiosa de auxilio para su salud y su vida. No es, pues, posible admitir que una autoacusación de índole semejante sea jurídicamente admisible para pronunciarse en favor de la prevalecencia del interés social ­­si bien indiscutible­­ de reprimir su delito, con desmedro del superior derecho humano a la subsistencia y con menoscabo del principio que informa la norma constitucional citada. Si nadie está obligado a declarar contra sí mismo ­­según el derecho vigente­­, menos puede estarlo a sufrir las consecuencias de una autoacusación impuesta por necesidad insuperable. Por supuesto que lo dicho vale tanto para el caso de que la mujer acuda por sí misma, como para el supuesto de que sea ella llevada ante el médico por un tercero.
Va sin decir que el fundamento expuesto ­­como igualmente los que se han señalado en votos anteriores coincidentes­­ se reduce exclusivamente a la abortante sin rozar para nada la responsabilidad penal de terceras personas (autores, coautores, instigadores o cómplices) que queda indemne, y a los que corresponde instruir el proceso respectivo en todos los casos.
Bastaría con lo dicho para tener por formulada mi respuesta. No obstante, quiero señalar, por mi parte, que las complejas cuestiones referentes al secreto médico y sobre todo a su violación en los términos del art. 156 del Cód. Penal, no se hallan necesariamente vinculadas al tema propuesto. Si en algún caso concreto el secreto penalmente protegido ha sido violado, es cuestión que deberá entonces debatirse, no estando de más recordar ­­según con oportunidad se ha hecho en el voto del doctor Millán­­ que el mencionado delito es de instancia privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
Los doctores Panelo y Quiroga adhirieron al voto precedente.
Por el mérito que ofrece el acuerdo que antecede el tribunal resuelve: "No puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo ­­oficial o no­­, pero sí corresponde hacerlo en todos los casos respecto de sus coautores, instigadores o cómplices". ­­ José M. Lejarza. ­­ Mario H. Pena. ­­ Mario S. Rassó. ­­ Julio A. Negri. ­­ Roberto A. Amallo. ­­ Alberto S. Millán. ­­ Raúl Munilla Lacasa. ­­ Ovidio A. Fernández Alonso. ­­ Horacio Vera Ocampo. ­­ Jaime Prats Cardona. ­­ Ernesto N. Black. ­­ José L. Romero Victorica. ­­ Ernesto J. Ure. ­­ José F. Argibay Molina. ­­ Jorge Frías Caballero. ­­ Néstor Panelo. ­­ Jorge A. Quiroga. (Sec.: Carlos J. Acerbi). TRIBUNAL: Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Capital Federal, en Pleno (CNCrimCorr)(Pleno)
FECHA: 1966/08/26
PARTES: F., N.
PUBLICACION: LA LEY, 123-842 - JA, 966-V-69.


Buenos Aires, agosto 26 de 1966. ­­ "Si puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de un cargo oficial".
El doctor Lejarza dijo:
Antes de entrar en la materia de este plenario casi debido a mi ya vieja obstinación, quiero dejar sentado que, como juez, estoy inalterablemente dispuesto a condenar, cuando fueren de mi incumbencia, todos los delitos previstos en las leyes represivas.
Lo que no empece a que ponga mi mayor empeño en fustigar ciertas desviaciones injustificadas. El art. 88 del Cód. Penal se aplica exclusivamente a las menesterosas a quienes la sociedad les cobra su altruista socorro hospitalario entregándolas convictas de ese delito.
El art. 165 del Cód. de Proced. Crim. impone la obligación de denunciar cuando son atendidas las víctimas de "envenenamiento y otros graves atentados personales...", y de indicar "en cuanto fuere posible, los nombres y demás circunstancias que pueden importar para la averiguación de los delincuentes".
Este artículo está perfilado y circunscripto en el 156 del Cód. Penal que ha absorbido, por serle propia, la materia del 167 procesal.
La cuarta disposición atinente es la del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal que conmina como encubrimiento "dejar de comunicar a la autoridad las noticias que tuviere de la comisión de algún delito, cuando estuviere obligado a hacerlo por su profesión o empleo".
Todos los artículos citados, únicos pertinentes, hacen llamativa gala de excepciones y reservas. Ya vimos que el art. 165 del Cód. de Proced. obliga a denunciar cuando son atendidas las víctimas y, en cuanto fuere posible, dar las otras informaciones. El subsiguiente art. 167 hace una expresa excepción cuando "las personas mencionadas hubieran tenido conocimiento del delito por revelaciones que les fueron hechas bajo secreto profesional".
La reserva del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal, pareciera destinada, en lo que respecta a los del arte de curar, a una cierta categoría de profesión o empleo concomitante con el desempeño de la función pública, pero ya veremos que esta odiosa distinción no es legítima y que ese deber es simplemente el impuesto por el ya mencionado art. 165 para esta clase de personas.
Y sobre el art. 156 del Cód. Penal que conmina la revelación "de un secreto cuya divulgación puede causar daño" cuando no medie "justa causa", habré de decir, como tantas otras veces, que esta causa es exclusivamente legal. Es decir, que solamente una ley puede eximir de guardar el secreto debido, convirtiendo en obligación su quebranto.
En ningún caso el simple interés público puede llegar a ser la causa justa porque ese interés jugaría siempre dando al traste con todos los secretos. Nada justificaría la reserva del sacerdote o la del abogado o la de cualquier otro profesional y no la de los versados en el arte de curar, puesto que la confesión o el conocimiento que éstos obtienen están generalmente condicionados por un mayor y más urgente apremio.
El art. 18 de la Constitución Nacional dice que "nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo", y una forma larvada, cruel e innoble de conculcar el precepto es utilizar el ansia vital de la abortada para la denuncia de su delito, delito éste conocido o por una confesión que le ha sido prácticamente arrancada, o por un estado de desvalimiento físico y espiritual no aprovechable para esos fines, como no lo es tampoco el empleo de drogas, por ejemplo.
"Justa causa" es la del médico cuando atiende ciertas enfermedades contagiosas, pero las razones habidas por el legislador son otras. Debe considerarse que el primer beneficiario es el enfermo mismo, porque se supone que en un lazareto ha de recibir mejor atención que con tratamiento ambulatorio; el segundo beneficiado son sus familiares expuestos al contagio por la convivencia, y el tercero, la sociedad que en este caso se confunde con el ajetreado interés público.
Es increíble que las gentes, en general, y los funcionarios y magistrados judiciales, en particular, piensen que los legisladores no pueden expresar con claridad sus pensamientos. Si quisieran que los médicos y sus acólitos o ayudantes denuncien en todos los casos a los delincuentes que asistan cualquiera sea la forma en que conozcan el origen de su mal ¿por qué no establecerlo sin ambages?
En mi concepto todo el régimen procesal­penal que rige la institución del secreto médico oscila entre dos extremos: 1) el de la denuncia obligatoria prescripta en los términos del art. 165 del Cód. de Proced. y penada su omisión bajo el rubro del encubrimiento en el inc. 6° del art. 277 del Cód. Penal, y 2) la observancia del secreto impuesta por el art. 156 de este código y redundantemente recogida en la disposición del art. 167 de la ley formal.
Esta sencilla solución me hace recordar la fábula del "mons parturiens", y no precisamente porque esté tratando el tema del aborto...
Las objeciones que sobre otros aspectos de la cuestión ­­aparecidas en J. A. del 12 de noviembre de 1962 (Rev. LA LEY, t. 108, p. 740) ­­ me hicieron distinguidos colegas, las contesté en la causa 3190 de la sala I, resuelta el 28 de abril de 1964 y aparecida en J. A. del 9 de julio de 1965. Allí remito a mis tolerantes lectores para no alargar inmoderadamente este voto con su transcripción.
El ejercicio de un cargo oficial no releva de cumplir con el deber de guardar secreto. A este efecto me parece suficiente remitirme a la resolución de la causa de cámara publicada en Rev. LA LEY, t. 115, p. 711. donde hice mayoría con los doctores Rassó y Millán.
En anteriores votos también he dicho hasta el cansancio que no puede instruirse un sumario sobre una denuncia delictuosa porque el ordenamiento legal es hermético y no consiente su propia violación.
Además, el interés público no podría justificar este inhumano dilema: o la muerte o la cárcel.
Aquí debiera terminar mi exposición si no fuera que mi situación de primer votante me obliga a prever toda clase de objeciones y, como el Quijote, "entrar con ellas en fiera y desigual batalla".
Hay cierto pensamiento jurídico vernáculo que prescinde de la manera como llega a la autoridad el conocimiento de un delito porque no existen en el código procesal formas sacramentales para la iniciación de un sumario. Conocido un delito de acción pública, ésta se encuentra en condiciones de ser ejercida.
En virtud de tal premisa se concede incluso que el denunciante haya violado el secreto profesional y cometido el delito previsto y penado en el art. 156 del Cód. Penal, pero se agrega que tal no empece al ejercicio de la acción contra la abortante por hallarse incursa en el delito del art. 88 del mismo código.
En contra de esta manera de considerar el problema he pensado siempre que cuando la ley no quiere la comisión de un hecho y lo conmina, tampoco quiere otras consecuencias que no sean la pena, la indemnización de los daños producidos, etc. Si no obstante la admonición legal esas otras consecuencias sobrevienen, la ley resulta doblemente violada: la primera vez por el médico infidente; la segunda, por quienes enterados de lo que la ley no quiere, la aplican en contra de la víctima de esa infidencia. Esta segunda violación determina la insanable nulidad de lo actuado.
En los casos previstos en el art. 72 del Cód. Penal si la acusación o denuncia no fuere hecha en las condiciones allí establecidas, y no obstante siguiere el proceso por ignorancia de la defensa e inadvertencia de los magistrados intervinientes, éste será inexorablemente nulo, aunque ya no puede invocarse la razón habida por la ley para instituir la acción de instancia privada: el respeto de la esfera íntima, la cual estaría ya gravemente vulnerada por el "strepitus fori".
Con motivo del delito de resistencia a la autoridad puede presentarse una situación similar cuando el funcionario no actúe en el ejercicio legítimo de sus funciones y el particular resista la orden impartida contra él. Alguna corriente en Italia se pronuncia en favor de la autoridad cuya orden no se puede discutir (una especie de "solve et repete" absurda y pretorianamente aplicada a la libertad de las personas).
A esto contesta enérgicamente Carrara en los párrs. 2765 y 2778 de su programa, citado por Soler, "Derecho Penal Argentino", t. V, p. 108, el cual le hace decir con elegencia que "cuando un funcionario incurra en abuso, sería preciso condenar a un tiempo a los dos sujetos, uno por abuso de autoridad y otro por resistencia a la autoridad abusiva". En el ya citado párr. 2765, Carrara les pregunta a los sostenedores de tamaña incongruencia si lo dicen "seriamente o por hipocresía", y después de suponer una tal sentencia inquiere sobre su moral. En el otro, el 2778, califica de "monstruosa combinación la declaración conjunta de culpabilidad del oficial público y del ciudadano que se le resistió".
Como curiosidad destaco que Soler, ibídem, comenta que "esa posibilidad no escandalizó a la Cámara Criminal y Correccional" en Fallos, t. 1, p. 71, aunque luego reconoce que ya no es el criterio de este tribunal.
Desgraciadamente no es tampoco ésa la única vez que se ha incurrido en interpretaciones de la misma naturaleza, dicho sea esto con el mayor respeto.
Voto por la negativa, dejando expresamente a salvo que la exención de proceso alcanza sólo a la abortante.
El doctor Pena dijo:
El problema procesal tiene un sobrentendido presupuesto cuya solución es decisiva: resolver la colisión de deberes impuestos al profesional.
Entre nosotros no existe, como en la ley italiana, la obligatoriedad incondicionalmente fijada a los médicos de denunciar todo caso de aborto, sea o no sospechoso de delito (v. Maggiore, G., "Derecho Penal", t. III, p. 320; Manzini, "Tratado de Derecho Penal", 10, 63, entre otros), por lo cual la cuestión debe enfocarse en el plano "rigurosamente objetivo de la antijuridicidad y de los motivos que la excluyen" (Jiménez de Asúa, Luis, "Tratado de Derecho Penal", t. IV, p. 418) y parece que "en estos casos, el derecho no tiene más solución que la de sacrificar uno de los dos bienes en conflicto" (Soler, Sebastián, "Derecho Penal Argentino", t. IV, p. 121).
Si se acepta este punto de partida la solución habrá de ser buscada en la propia ley y del conjunto de normas que establecen la obligatoriedad de la denuncia debe "sin embargo quedar excluido el caso en que ese conocimiento del delito se hubiera obtenido por revelaciones que le fueren hechas bajo el amparo del secreto profesional", conforme a expresa prescripción del art. 167 del Cód. Procesal de la Nación. Esta excepción, que significa una prohibición de denunciar y, por ende, limitativa tanto de la imposición como de la facultad para hacerlo se explica desde el punto de vista sustancial porque la violación de ese secreto está expresamente prevista como delito por el art. 156 del Cód. Penal (Clariá Olmedo, Jorge A., "Derecho Procesal Penal", t. III, p. 38).
Lo dicho hace innecesario diferenciar si el secreto fue exigido, como lo sostienen Eusebio Gómez ("Tratado de Derecho Penal", t. III, p. 436) y Alfredo J. Molinario ("El secreto profesional de quienes ejercen el arte de curar y la obligación de denunciar delitos", en Revista de Derecho Procesal, 1944, p. 398 y "Derecho Penal" ­­comp. Toscano­­, p. 399), pues de todas maneras, la culpable intervención que tuvo la autora o consentidora de aborto es noticia que el médico recibió en razón y ejercicio de su profesión, y como tal se encuentra bajo la tutela de la prohibición. Aceptar la validez de las manifestaciones incriminatorias que el confidente pueda hacer respecto de su asistida lleva a la pérdida de las garantías que para ella representa el deber del secreto reglado. "Para el médico, en efecto, la abortante es antes que nada una paciente a la que está obligado a asistir y procurar curación; obligarle, en tales condiciones, a denunciar a su propia cliente, sobre recargar su conciencia y constituir una flagrante violación del secreto profesional, redundaría a buen seguro en grave perjuicio y riesgo de las asistidas, pues muchas de ellas, ante el fundado temor de que la consulta médica sirviere de antesala a la prisión y al deshonor, preferirían ocultar su estado o seguir entregadas al arbitrio de comadres o curanderos" (Quintana Ripollés, A., "Tratado de la Parte Especial del Derecho Penal", t. I, p. 520).
Contesto negativamente al cuestionario que se nos propuso a fs. 53, y con el alcance del voto del doctor Lejarza.
Los doctores Rassó y Negri adhirieron al voto precedente.
El doctor Amallo dijo:
En la causa 4063 de la sala I, sostuve, juntamente con el doctor Lejarza, que no podía instruirse sumario criminal en los casos en que se dieran las circunstancias que hacen, ahora, a la materia de este plenario.
Aunque los jueces de cámara que me preceden en orden de sorteo han agotado prácticamente los argumentos con que podría sustentar mi criterio, que es el de entonces, el carácter de mi voto en aquella ocasión, con el que se logró mayoría en la sala, me impone, consecuentemente, con las razones allí expuestas, la obligación de insistir en ellas, aun con desmedro de una razonable brevedad.
Debo así volver nuevamente sobre el problema que crea la obligación de mantener el secreto profesional, cuya violación pune el art. 156 del Cód. Penal, frente al deber de los médicos de hacer conocer al juez competente, al Ministerio Fiscal o a funcionario de la policía, los envenenamientos y atentados graves, en los cuales hubiesen prestado los socorros de su profesión, en orden a lo dispuesto por el art. 165 del Cód. de Procedimientos.
En principio, de la sola lectura de ambos textos legales, se infiere su particular antagonía, pero un estudio más detenido nos lleva a otra conclusión, si se los analiza también con el art. 167 del último de los códigos nombrados.
Esta última disposición legal exime de la obligación de la denuncia, a los médicos, cirujanos, etc., intervinientes, cuando los mismos hubieran tenido conocimiento del delito, por revelaciones que les fueron hechas bajo el secreto profesional.
Es necesario, ante todo, entender claramente cuál es el secreto y cuáles esas revelaciones. No podemos admitir, de manera alguna, que la ley exija que la reserva haya sido solicitada en forma expresa. El enfermo que busca los auxilios de un médico piensa que lo hace con la seguridad de que sus males no serán dados a conocer, porque el secreto más estricto los ampara. Es algo sobre­entendido, que no es necesario renovar en cada visita o asistencia. Pensar otra cosa sería como admitir que los fieles que se acercan al confesionario, en busca de alivio a su conciencia y de perdón a sus pecados, tendrían que requerir esa misma reserva al confesor. Ello sería sencillamente absurdo, puesto que, como lo destaca el doctor Sebastián Soler, el secreto es el mismo, sea o no comunicado o advertido.
Para el autor citado, la regla en estos casos es la reserva, que se impone siempre, incluso en los casos del art. 165, porque para que se esté obligado a denunciar es necesario que no se trate justamente de un secreto. Contra lo que comúnmente se supone, no existe para el médico lo que el mismo Soler llama "zona de facultad"; en los casos del art. 165 debe denunciar siempre que no haya secreto o callar si lo hay (autor cit., "Derecho Penal", t. IV, p. 132).
La aparente oposición entre ambas disposiciones legales, debe interpretarse en el sentido de que quien recurre a un médico por una afección autoprovocada, aun delictuosa como el aborto, goza de la seguridad de que su secreto no será hecho público; en cambio, no ocurre lo mismo cuando el atentado lo ha producido un extraño, desde que esa acción es extraña a la relación existente entre el médico y el enfermo, que es la amparada por la ley. En estos casos el facultativo debe denunciar el hecho delictuoso ejecutado por terceros, salvo en casos como los de los delitos contra la honestidad, en que la viabilidad de la acción depende de la instancia privada, para cubrir los riesgos del "strepitus fori".
Es verdad que podría hacerse la distinción entre los médicos que ejercen su profesión en forma privada y los que lo hacen con el carácter de empleados o funcionarios públicos, cuya conducta frente al conocimiento del hecho delictuoso podría estar reglada por el art. 164 del Cód. de Proced. y a los cuales no se referiría el art. 167 del mismo código.
El planteo es, a mi juicio, más aparente que real, desde que la ley, en el primero de los textos citados, no pareciera haber incluido al médico, incluyéndolos, en cambio, de manera específica en el art. 165. En esta dualidad funcional ­­médico y funcionario­­ predominan necesariamente factores de índole profesional que se originan en normas morales y jurídicas que rigen el ejercicio de la medicina, como profesión, en la que está interesado el orden público.
Por otra parte, una solución contraria nos llevaría al absurdo de admitir que un mismo médico estaría o no obligado por el secreto profesional, según actuara en su consultorio particular o en la sala, gabinete o dispensario público. De hecho nos encontraríamos frente al irritante distingo entre el enfermo que cuenta con medios para su asistencia privada y el que, por no contar con ellos, necesita concurrir a un hospital oficial. Para unos no podría admitirse la denuncia, para los otros tal denuncia sería obligatoria y de esa manera el art. 16 de la Constitución Nacional sería letra muerta y la igualdad ante la ley un precepto caduco. El simple planteo de esta discriminación nos demuestra la enormidad del absurdo en ella contenido.
Debo también agregar que si los médicos y demás profesionales en el arte de curar, no pueden ser admitidos como testigos, de acuerdo con el inc. 5° del art. 275 del Cód. de Proced., para deponer sobre hechos que por razón de su profesión les han sido revelados ­­y aquí no se hacen distinciones de ninguna especie­­, lógico es pensar que tampoco puedan denunciar esos mismos hechos, desde que en ambos casos la "ratio legis" es la misma.
Asimismo, el problema ofrece a su vez un aspecto, que, desde el punto de vista de nuestro orden jurídico, asume primordial importancia. Si una mujer busca el auxilio médico porque se siente herida en su organismo, a veces con verdadero peligro de muerte, lo hace desesperada, acosada por la necesidad, forzada a ello contra su propia voluntad. Su presencia ante el profesional en el arte de curar, para tratar un aborto, que si bien provocó, ahora no puede controlar, en sus últimas consecuencias, implica mostrar su cuerpo, descubrirle en su más íntimo secreto, confesar su delito, porque su actitud resulta una confesión al fin. Entonces es cuándo cabe preguntarse si alguien tiene el derecho de burlarla, haciendo pública su conducta, violando, con su secreto, otra vez una garantía constitucional, que enunciada en el art. 18 de nuestra Ley Suprema, establece de manera indubitable que nadie está obligado a declarar contra sí mismo, y no podría negarse que en tales casos, la obligación es urgida por el derecho a vivir.
Por último, tampoco encuentro colisión entre la obligación de los médicos, parteras, enfermeras, etc. de mantener el secreto profesional en estos casos, con lo dispuesto por el art. 277, inc. 6°, que sanciona por el delito de encubrimiento a los que dejaran de comunicar a la autoridad las noticias que tuvieren acerca de la comisión de un delito, cuando estuvieren obligados a hacerlo por su profesión o empleo. Las razones de que he hecho mérito anteriormente, demuestran, a mi entender, que aquellos profesionales no sólo no están obligados a denunciar los casos de aborto provocado por la propia paciente, sino que la denuncia invade la órbita de lo ilícito. Tal conclusión me exime de otros argumentos.
Si la denuncia a que he venido refiriéndome no ha podido formularse, por contrariar disposiciones legales de indudable aplicabilidad y normas de conducta que constituyen el fundamento moral de una profesión que, como la medicina, tan íntimamente está ligada al orden social del país, dicha denuncia no puede servir de base a proceso alguno contra la denunciada.
Por estas razones y lo expuesto por los doctores Lejarza y Pena, voto contestando negativamente.
El doctor Millán dijo:
Mi respuesta será afirmativa porque ninguna norma procesal puede prevalecer sobre las de carácter penal.
Las primeras son de orden local, mientras que las segundas pertenecen a la Nación, por mandato expreso de la Constitución Nacional (art. 167, inc. 11).
Las provincias han delegado en el poder central la facultad de dictar el código penal, por lo que no puede pensarse que se hubieran reservado, de acuerdo con el art. 104 de la Carta Fundamental, ni un ápice de esa materia (salvo la excepcional situación del art. 32 de la misma).
Pues bien, el Estado federal ha dictado el código represivo y en el mismo se incrimina el aborto de la mujer, causado por ella o consintiendo en que otro se lo cause (art. 88, Cód. Penal).
En la oportunidad de su sanción se contemplaron todas las teorías desincriminatorias del aborto y se las rechazó.
De manera, pues, que las jurisdicciones locales, por ley procesal, no podrían llegar, ni siquiera de modo indirecto, a soluciones que a la postre significarían enrolarse en posturas desincriminatorias.
El delito de aborto es de acción pública, también por mandato del Cód. Penal (art. 71), por exclusión.
No sería correcto, por repugnante a la Constitución Nacional, que una provincia, por vía de una disposición parecida y aun más extrema que el art. 167 del Cód. de Proced. Crim., conllevara, en los hechos, una verdadera desincriminación del aborto de la madre. Es sobradamente conocido que un obstáculo legal contra la represión de un delito es tan eficiente para impedir su castigo como una verdadera desincriminación.
En el caso particular de la presente convocatoria diré, como en oportunidades precedentes, que la ley argentina no coloca a la mujer embarazada en ningún "dilema" cuando incrimina el aborto.
La coloca siempre, casada o soltera, en la alternativa de conservar o perder la vida naciente que lleva en su seno.
Es en este instante en el que debe ubicarse el problema y no en el subsiguiente a la ilícita maniobra abortiva.
Naturalmente que me estoy refiriendo a la mujer que ha abortado con su consentimiento, incriminada en el art. 88 del Cód. Penal, y sus cómplices en el art. 85, inc. 1°.
Las frecuentes víctimas de aborto no querido no son, como es lógico, castigadas en modo alguno y muy bien que se cuidan de hacerlo saber a comadronas, médicos y policías.
No deben ser confundidas con aquellas que acceden por conveniencia (su comodidad, tranquilidad social o seducción), puesto que la ley ha escogido ­­muy bien por cierto­­ entre ambos valores y se ha quedado con el de la preservación de la maternidad y la vida naciente.
Digo esto en afirmación del loable criterio escogido por la ley, que no ha desincriminado el aborto, desechando los argumentos de crítica social materialista que se le oponen y no porque el juez de cámara del primer voto confunda las situaciones.
Pero viene al caso, además, por lo siguiente: la ley ha escogido la solución incriminatoria porque ha considerado que la "vida" en gestación en el materno claustro es un bien jurídico superior a todo otro, como serían el desamparo y repudio de la madre soltera, sus reales y verdaderos padecimientos de orden familiar y social, la muy corriente penuria de ella y el hijo inocente, aun la miseria y el repudio de ambos.
Pues bien, si ello es así y lo es frecuentemente ¿pudo haber querido la ley evitar el mal menor del procesamiento a la madre que se burló de la ley natural de la maternidad y de la ley positiva de la incriminación del aborto?
Por cierto que no. De lo que deriva esta conclusión bien clara: es justa causa de revelación de un aborto cuando éste haya sido obtenido mediante maniobras que la ley represiva castiga.
La cuestión de la figura penal del art. 156 es ajena al plenario. La procedencia del castigo de la revelación del secreto profesional será examinada en cada caso de acuerdo con la adecuación del concretamente querellado a las exigencias del tipo penal. Pero no debe olvidarse que una de ellas es que la revelación se haga "sin justa causa". Para mí, la que plantea la convocatoria sería, en principio, justa causa.
Con lo que se acabaría todo el enfrentamiento de dos disposiciones penales, sin olvidar que la de la violación de secreto es de acción privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
No se hable de la causa legal de justificación del art. 34, inc. 3° del Cód. Penal, en el caso de la mujer que debe optar entre procurarse asistencia médica o correr un riesgo para su salud o para su vida, porque el estado de necesidad juega únicamente en los supuestos en que el causante del mal haya sido extraño al mismo y la mujer que causa su aborto o consiente en el que le provoca otro no es extraña al resultado expulsión o muerte violenta del feto.
Debo hacer ahora algunas anotaciones circunstanciales: cuando en el plenario "Seni", sobre coexistencia de los delitos de entrega de cheque sin provisión de fondos y exigencia dolosa de cheque voté como lo hice y dije lo que dije, se enfrentaban dos normas de igual jerarquía constitucional, los arts. 302 y 175, inc. 4° del Cód. Penal. Aquí se enfrentan disposiciones de carácter penal y procesal.
Si en algún otro caso, como en el del proceso "Olivera, Mario A. y otros", sostuve algo aparentemente contradictorio con lo que aquí siento, lo hago tras larga deliberación; pero, recalco, la contradicción es más aparente que real, porque las situaciones son diferentes.
El secreto profesional del sacerdote y el del abogado son muy distintos a los del médico oficial. El sacerdote no es funcionario público y, cuando lo es, el pecador no acude a él en tal carácter sino exclusivamente en el de sacerdote. El abogado cumple con la misión constitucional de la defensa jurídica (art. 18, Constitución Nacional).
Bueno sería que el encargado de asistencia legal saliera a revelar lo que supo a raíz de su elevado ministerio, porque prestaría a la contraparte, particular o acción pública, elementos que hacen o pueden hacer a la defensa individual.
De otra parte, nadie condena a la cárcel o al suicidio a la abortante, porque todo es cuestión de que no revele, ella, su asentimiento a las maniobras abortivas o individualice al que se las produjo. Y con esto se acaba la espinosa cuestión. Ni ante el profesional del arte de curar, ni ante el juez, ni ante nadie, está obligada a declarar contra sí misma. Pero si lo hace, deberá atenerse a las consecuencias de cualquier confesión judicial o extrajudicial.
El doctor Munilla Lacasa dijo:
La formación de sumario en delitos de acción pública no puede omitirse y entiendo que por esta vía, so capa de fijar doctrina, no corresponde, así y por anticipado, resolver lo contrario, ya que la ley represiva nos manda la persecución y represión de los delincuentes (art. 274).
Normalmente la denuncia es facultativa, pero resulta obligatoria en el caso que nos ocupa; doblemente obligatoria si además de funcionario es médico, etc. (arts. 164, 165 y 166, Cód. de Proced. Crim. y 277, inc. 6°, Cód. Penal).
Igualmente resulta imperativa la declaración testimonial (arts. 273, Cód. de Proced. Crim. y 243, Cód. Penal) y en ambas hipótesis, a diferencia del caso del art. 72 del Cód. Penal, que preceptúa algo distinto, la valoración en punto al aspecto incidental de la culpa y de la justa causa a que se refiere el art. 156 de la ley de fondo, estaría condicionada por el art. 167 de la ley de rito. Es por el juego de esos principios que habría de juzgarse, si se querellara; lo que persuade sobre la imposibilidad de infringirlo por parte de quien dice lo que la ley le ordena no callar.
En suma, estas breves consideraciones, las muy convincentes del doctor Millán cuya conclusión suscribo y lo dicho por el doctor Frías Caballero, "in re": "Olivera, Mario A. y otros" (J. A. del 2 de octubre de 1965 [Rev. LA LEY, t. 115, p. 711]) me convencen de que debe hacerse sumario. Por tanto, voto por la afirmativa.
El doctor Fernández Alonso dijo:
La cuestión planteada es de naturaleza pura y exclusivamente procesal.
De existir una excusa absolutoria a favor de la imputada de haberse causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causase, deberá ser resuelta en su oportunidad por el juez que entiende en la causa; pero no es ésta la ocasión para juzgar dicha conducta, ni es éste el tribunal para decidir ab initio si afrontó un grave peligro para su vida y enfrentó un dilema crucial. Ello no puede impedir la formación del sumario y el procesamiento de la abortante.
En oportunidad de votar en la causa "C. M. E. y otros" del 3 de abril de 1962, publicada en Rev. LA LEY, t. 109, p. 740, dije: "En cuanto al mencionado «estado de necesidad» y «no exigibilidad de otra conducta», son principios que deben sólo aplicarse a la comisión de un delito, pero técnicamente resultan inadecuados para resolver el problema de morir a las puertas del hospital o exponerse a ser denunciada por un hecho criminal cometido antes. Igual dilema se le presentó a la mujer entre la vida de su hijo y el ocultamiento de su gravidez, y prefirió sacrificar el feto; después debió elegir entre la vida propia y el proceso y optó por éste. Creo que en la escala de valores eligió mal la primera vez y bien la segunda".
Ratifico plenamente este punto de vista, y sin la menor hesitación doy mi voto por la afirmativa.
El doctor Vera Ocampo dijo:
Tanto se ha insistido en opiniones precedentes en acordar tratamiento preferente, si no exclusivo, al estudio de problemas no comprendidos en el cuestionario propuesto que por mi parte me siento obligado a expresar que ajustaré mi respuesta condicionándola rigurosamente a los claros términos en que ha sido formulado el tema, consistente en determinar si procede instruir sumario criminal en contra de la mujer que haya causado su propio aborto o consentido a que otro se lo causare sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de un cargo oficial.
De acuerdo con los textos legales repetidamente recordados con anterioridad por los jueces preopinantes que deliberadamente omito mencionar una vez más, no ofrece ninguna dificultad advertir, por necesaria gravitación del principio general regulador de la formación del proceso penal, que es obligatorio instruir sumario cuando un funcionario público profesional en el arte de curar denuncia un aborto provocado por la propia mujer o consentido por ella del que hubiera tenido conocimiento en el ejercicio de sus funciones sin serle revelado por la misma, porque resulta de toda evidencia en la hipótesis que se trata de un caso ordinario de denuncia de un delito de acción pública.
La dificultad, aunque sea sólo aparente, está en dar con la respuesta correcta al problema que se plantea cuando el funcionario denunciante conoció la existencia del aborto por noticia proporcionada por su autora a fin de obtener asistencia médica. Como el deber de guardar secreto dispuesto por la ley en tales condiciones tutela la libertad individual inviolable de quien lo ha confiado ­­en su forma más íntima­­ priva sobre la obligación genérica de denunciar el posible delito, a tal punto que impone considerar jurídicamente inexistente una denuncia semejante y, en su consecuencia, ineficaz en absoluto para la formación de sumario criminal respecto de ella. Así dejo expresada mi opinión.
El doctor Prats Cardona dijo:
Pienso, como el doctor Vera Ocampo, que la respuesta al temario debe concretarse según los términos en que ha sido planteado y que lo circunscriben a una cuestión procesal. Por consiguiente, la clave del problema radica en los alcances que se asignen a los arts. 165 y 167 del Cód. de Proced. Crim., vigente para la justicia nacional.
Sin dejar de reconocer que la conciliación entre ambos dispositivos legales ofrece serias dificultades, dando así origen a las dispares interpretaciones, doctrinarias y jurisprudenciales, sustentadas, por mi parte, entiendo que el criterio más prudente, razonable y correcto es considerar que el art. 165 establece, como norma general, la obligatoriedad de la denuncia para los profesionales del arte de curar que, en su ejercicio, hayan tenido noticia de algún hecho delictuoso, salvo la excepción que de tal modo la llama el art. 167, en el caso que la propia víctima del delito lo revelare bajo el sigilo del secreto profesional, que consagra el juramento hipocrático y cuya inobservancia sanciona el art. 165 del Cód. Penal, con igual salvedad de la "justa causa".
No se trata de hacer un juego de palabras, sino de ajustarnos estrictamente a la ley. Por esto, invertir el carácter restrictivo del art. 167 para acordarle un sentido generalizante, sobre la base de consideraciones sociológicas o sentimentales, por muy respetables y generosas que aparezcan, será siempre extramuros de "lege lata". Y la solución ha de buscarse por otras vías atenuadoras como la que contempla el proyecto de Cód. Penal de 1960 (art. 119).
Señalado, pues, que el art. 167 de nuestro Cód. de Proced., sólo puede referirse, a mi juicio, en su armónica y lógica correlación con las demás normas integradoras del ordenamiento jurídico, a las revelaciones en secreto de la víctima del delito, va de suyo que en los casos de aborto provocado o consentido por la madre, ésta no asume tal calidad, sino la criatura por nacer, que no era persona futura y sí una realidad viviente (art. 63, Cód. Civil y nota del codificador).
Permítaseme que proponga un claro ejemplo: una mujer con el propósito de eliminar el hijo que engendra se interna en un sanatorio, clínica u hospital, ya sea público o privado, y allí se provoque o haga provocar por tercero su aborto, manifestando luego que la criatura nació muerta. Los únicos que saben la verdad de lo ocurrido son los médicos, enfermera, etc., del establecimiento, quienes tomaron conocimiento de ello por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte. ¿Están o no obligados, en esas condiciones, a denunciar el hecho?
La respuesta me parece tan obvia que omito explicitarla.
No se invoque, por fin, el remanido argumento de que la amenaza de ser denunciada coloca a la abortante ante el dilema de arriesgar su vida o perder su libertad. Todas las cosas tienen un precio que hay que pagar cuando el motivo determinante que las causa no ha sido extraño a la propia conducta. Y la culpabilidad es un peso que cada cual debe cargar personalmente, tarde o temprano.
De ahí mi categórico voto por la afirmativa.
El doctor Black dijo:
Creo, como el doctor Prats Cardona, que puede y debe instruirse sumario sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su cargo oficial y ello en cumplimiento de claras disposiciones procesales que obligan a los funcionarios policiales a formar causa penal no bien tuvieren conocimiento de un delito de acción pública (arts. 183, 184 y sigts., Cód. de Proced. Criminal).
La particular circunstancia de provenir la denuncia de un médico que haya tomado conocimiento del hecho en el ejercicio de su cargo, no modifica la relación procesal, porque la ley les ha impuesto a los profesionales del arte de curar la doble obligación, de efectuar las denuncias de la especie en términos perentorios, ya sea en su calidad de funcionarios públicos o de médicos privados (arts. 164 y 165, Cód. de Proced. Crim.) con sólo la excepción prevista en el art. 167 para el caso de haber entrado en conocimiento por revelaciones que le hubieran sido hechas bajo secreto profesional.
Es para mí el claro sentido legal, que adecua el interés de la libertad individual con el de la defensa social, pues de generalizarse la tesis que postula la nulidad de las actuaciones policiales y judiciales originadas en la denuncia de un médico en hechos conocidos fuera del sigilo del secreto profesional, llevaría a la incongruencia institucional de perseguir por un lado el Estado la criminalidad por intermedio de los órganos de seguridad y, por otro, a favorecerla, asegurándoles dentro de la mayor impunidad a los delincuentes su asistencia en los establecimientos públicos, de donde una vez restañadas sus heridas podrían volver libremente al seno social para continuar con su quehacer delictuoso. Por ello, voto por la afirmativa.
El doctor Romero Victorica dijo:
El derecho a vivir ­­que no pierde quien ha delinquido­­ y el de no acusarse ­­que tiene precisamente en aquel caso su pleno sentido­­ no deben ser situados en posición de conflicto irreductible. Se trata de derechos humanos esenciales, y es preciso no sacrificar uno al otro. Ello está en el interés no sólo del individuo titular de esos derechos, sino también, al mismo tiempo, en el de la sociedad, que, como sociedad de personas ­­solidaria, por tanto, con éstas­­, reconoce como lo más valioso del bien común la vigencia de los derechos esenciales inherentes a la personalidad, y su primacía incluso sobre la facultad estatal de reprimir los delitos, la cual tiende a salvaguardar bienes jurídicos y no a allanar los más fundamentales.
El que nadie está obligado a declarar contra sí mismo es expresión constitucional de esa primacía. Y es norma de derecho positivo que conduce directamente a la solución de la cuestión planteada en esta convocatoria: Si es injusto obligar a quien delinquió a que provoque, acusándose, su propia condena, es igual y, consiguientemente, injusto condenarla sobre la base de una autoacusación a la que se vio forzada nada menos que por la inminencia de perder su humano derecho a sobrevivir a su delito.
Pero no hay razón ­­salvo la observancia que pueda corresponder de la norma del art. 163 del Cód. de Proced. Crim.­­ para que los demás responsables queden exceptuados de la regla general de la represión penal.
Consecuentemente, opino que la siguiente sería adecuada respuesta al cuestionario planteado: "Debe instruirse sumario criminal con motivo de aborto provocado o consentido por la propia mujer en quien se causare, sobre la base de la denuncia efectuada por quien conoció el hecho en ocasión del ejercicio de la profesión del arte de curar; pero, si lo supo por noticia procedente de la misma mujer que requirió asistencia, ella no podrá ser sometida a procesamiento". En tal sentido doy mi voto.
El doctor Ure dijo:
El delito de aborto es de acción pública y, en consecuencia, debe instruirse sumario cualquiera sea el conducto por el que la noticia llegó a conocimiento de la autoridad judicial o policial. Si el profesional incurrió o no en el delito de violación de secreto (art. 156, Cód. Penal) por la delación de una confidencia, es cuestión ajena al temario propuesto y aun en la primera hipótesis, parece claro que la comisión de este último delito no tiene poder excluyente del otro. Adhiero, pues, a la tesis afirmativa.
El doctor Argibay Molina, por las razones dadas por el doctor Ure, votó por la afirmativa.
El doctor Frías Caballero dijo:
La mujer urgida por la necesidad de asistencia médica a raíz de un aborto provocado por ella misma o por un tercero con su consentimiento, confronta incuestionablemente (como se ha señalado en votos anteriores) una grave situación dilemática: o solicita el auxilio médico para conjurar el peligro en que se halla y entonces se expone a la denuncia del hecho, al proceso y a la condena criminal, o se resigna incluso a la posibilidad de perder la vida.
Esta es, a mi juicio (con independencia de los problemas conexos relativos al secreto médico emergentes de los arts. 164, 165 y 167, Cód. de Proced. Crim., en vinculación con los arts. 277, inc. 6° y 156, Cód. Penal), la única cuestión sometida a examen del tribunal a través del temario de esta convocatoria. A él me reduciré, pues, rigurosamente, en mi respuesta, sin tocar ningún otro problema cuya discusión no resulta necesaria para formularla.
Ello sentado, debo decir que mi opinión es coincidente con la tesis de los camaristas que se han pronunciado por la negativa con diversos fundamentos atendibles que, en general, comparto y juzgo inútil repetir aquí. Sólo me interesa destacar uno, fundamental y decisivo, según pienso, y que emerge del derecho positivo en vigor contenido en una norma nada menos que de jerarquía constitucional. Me refiero a la suprema garantía de que "nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo" estampada en el art. 18 de la Constitución Nacional. Por aplicación de este principio de obligatorio cumplimiento por mandato de la Carta Fundamental, y sin necesidad de acudir a especie alguna de aplicación analógica ­­legal o jurídica­­ "in bonam partem", pienso que no puede instruirse sumario criminal en contra de la mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo (sea este último público, esto es, oficial o privado).
La mera presencia ante el médico de la mujer autora o coautora de su propio aborto implica una autoacusación forzada por la necesidad impuesta por el instinto natural de la propia conservación, puesto que acude a él en demanda angustiosa de auxilio para su salud y su vida. No es, pues, posible admitir que una autoacusación de índole semejante sea jurídicamente admisible para pronunciarse en favor de la prevalecencia del interés social ­­si bien indiscutible­­ de reprimir su delito, con desmedro del superior derecho humano a la subsistencia y con menoscabo del principio que informa la norma constitucional citada. Si nadie está obligado a declarar contra sí mismo ­­según el derecho vigente­­, menos puede estarlo a sufrir las consecuencias de una autoacusación impuesta por necesidad insuperable. Por supuesto que lo dicho vale tanto para el caso de que la mujer acuda por sí misma, como para el supuesto de que sea ella llevada ante el médico por un tercero.
Va sin decir que el fundamento expuesto ­­como igualmente los que se han señalado en votos anteriores coincidentes­­ se reduce exclusivamente a la abortante sin rozar para nada la responsabilidad penal de terceras personas (autores, coautores, instigadores o cómplices) que queda indemne, y a los que corresponde instruir el proceso respectivo en todos los casos.
Bastaría con lo dicho para tener por formulada mi respuesta. No obstante, quiero señalar, por mi parte, que las complejas cuestiones referentes al secreto médico y sobre todo a su violación en los términos del art. 156 del Cód. Penal, no se hallan necesariamente vinculadas al tema propuesto. Si en algún caso concreto el secreto penalmente protegido ha sido violado, es cuestión que deberá entonces debatirse, no estando de más recordar ­­según con oportunidad se ha hecho en el voto del doctor Millán­­ que el mencionado delito es de instancia privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
Los doctores Panelo y Quiroga adhirieron al voto precedente.
Por el mérito que ofrece el acuerdo que antecede el tribunal resuelve: "No puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo ­­oficial o no­­, pero sí corresponde hacerlo en todos los casos respecto de sus coautores, instigadores o cómplices". ­­ José M. Lejarza. ­­ Mario H. Pena. ­­ Mario S. Rassó. ­­ Julio A. Negri. ­­ Roberto A. Amallo. ­­ Alberto S. Millán. ­­ Raúl Munilla Lacasa. ­­ Ovidio A. Fernández Alonso. ­­ Horacio Vera Ocampo. ­­ Jaime Prats Cardona. ­­ Ernesto N. Black. ­­ José L. Romero Victorica. ­­ Ernesto J. Ure. ­­ José F. Argibay Molina. ­­ Jorge Frías Caballero. ­­ Néstor Panelo. ­­ Jorge A. Quiroga. (Sec.: Carlos J. Acerbi). TRIBUNAL: Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de Capital Federal, en Pleno (CNCrimCorr)(Pleno)
FECHA: 1966/08/26
PARTES: F., N.
PUBLICACION: LA LEY, 123-842 - JA, 966-V-69.


Buenos Aires, agosto 26 de 1966. ­­ "Si puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de un cargo oficial".
El doctor Lejarza dijo:
Antes de entrar en la materia de este plenario casi debido a mi ya vieja obstinación, quiero dejar sentado que, como juez, estoy inalterablemente dispuesto a condenar, cuando fueren de mi incumbencia, todos los delitos previstos en las leyes represivas.
Lo que no empece a que ponga mi mayor empeño en fustigar ciertas desviaciones injustificadas. El art. 88 del Cód. Penal se aplica exclusivamente a las menesterosas a quienes la sociedad les cobra su altruista socorro hospitalario entregándolas convictas de ese delito.
El art. 165 del Cód. de Proced. Crim. impone la obligación de denunciar cuando son atendidas las víctimas de "envenenamiento y otros graves atentados personales...", y de indicar "en cuanto fuere posible, los nombres y demás circunstancias que pueden importar para la averiguación de los delincuentes".
Este artículo está perfilado y circunscripto en el 156 del Cód. Penal que ha absorbido, por serle propia, la materia del 167 procesal.
La cuarta disposición atinente es la del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal que conmina como encubrimiento "dejar de comunicar a la autoridad las noticias que tuviere de la comisión de algún delito, cuando estuviere obligado a hacerlo por su profesión o empleo".
Todos los artículos citados, únicos pertinentes, hacen llamativa gala de excepciones y reservas. Ya vimos que el art. 165 del Cód. de Proced. obliga a denunciar cuando son atendidas las víctimas y, en cuanto fuere posible, dar las otras informaciones. El subsiguiente art. 167 hace una expresa excepción cuando "las personas mencionadas hubieran tenido conocimiento del delito por revelaciones que les fueron hechas bajo secreto profesional".
La reserva del art. 277, inc. 6° del Cód. Penal, pareciera destinada, en lo que respecta a los del arte de curar, a una cierta categoría de profesión o empleo concomitante con el desempeño de la función pública, pero ya veremos que esta odiosa distinción no es legítima y que ese deber es simplemente el impuesto por el ya mencionado art. 165 para esta clase de personas.
Y sobre el art. 156 del Cód. Penal que conmina la revelación "de un secreto cuya divulgación puede causar daño" cuando no medie "justa causa", habré de decir, como tantas otras veces, que esta causa es exclusivamente legal. Es decir, que solamente una ley puede eximir de guardar el secreto debido, convirtiendo en obligación su quebranto.
En ningún caso el simple interés público puede llegar a ser la causa justa porque ese interés jugaría siempre dando al traste con todos los secretos. Nada justificaría la reserva del sacerdote o la del abogado o la de cualquier otro profesional y no la de los versados en el arte de curar, puesto que la confesión o el conocimiento que éstos obtienen están generalmente condicionados por un mayor y más urgente apremio.
El art. 18 de la Constitución Nacional dice que "nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo", y una forma larvada, cruel e innoble de conculcar el precepto es utilizar el ansia vital de la abortada para la denuncia de su delito, delito éste conocido o por una confesión que le ha sido prácticamente arrancada, o por un estado de desvalimiento físico y espiritual no aprovechable para esos fines, como no lo es tampoco el empleo de drogas, por ejemplo.
"Justa causa" es la del médico cuando atiende ciertas enfermedades contagiosas, pero las razones habidas por el legislador son otras. Debe considerarse que el primer beneficiario es el enfermo mismo, porque se supone que en un lazareto ha de recibir mejor atención que con tratamiento ambulatorio; el segundo beneficiado son sus familiares expuestos al contagio por la convivencia, y el tercero, la sociedad que en este caso se confunde con el ajetreado interés público.
Es increíble que las gentes, en general, y los funcionarios y magistrados judiciales, en particular, piensen que los legisladores no pueden expresar con claridad sus pensamientos. Si quisieran que los médicos y sus acólitos o ayudantes denuncien en todos los casos a los delincuentes que asistan cualquiera sea la forma en que conozcan el origen de su mal ¿por qué no establecerlo sin ambages?
En mi concepto todo el régimen procesal­penal que rige la institución del secreto médico oscila entre dos extremos: 1) el de la denuncia obligatoria prescripta en los términos del art. 165 del Cód. de Proced. y penada su omisión bajo el rubro del encubrimiento en el inc. 6° del art. 277 del Cód. Penal, y 2) la observancia del secreto impuesta por el art. 156 de este código y redundantemente recogida en la disposición del art. 167 de la ley formal.
Esta sencilla solución me hace recordar la fábula del "mons parturiens", y no precisamente porque esté tratando el tema del aborto...
Las objeciones que sobre otros aspectos de la cuestión ­­aparecidas en J. A. del 12 de noviembre de 1962 (Rev. LA LEY, t. 108, p. 740) ­­ me hicieron distinguidos colegas, las contesté en la causa 3190 de la sala I, resuelta el 28 de abril de 1964 y aparecida en J. A. del 9 de julio de 1965. Allí remito a mis tolerantes lectores para no alargar inmoderadamente este voto con su transcripción.
El ejercicio de un cargo oficial no releva de cumplir con el deber de guardar secreto. A este efecto me parece suficiente remitirme a la resolución de la causa de cámara publicada en Rev. LA LEY, t. 115, p. 711. donde hice mayoría con los doctores Rassó y Millán.
En anteriores votos también he dicho hasta el cansancio que no puede instruirse un sumario sobre una denuncia delictuosa porque el ordenamiento legal es hermético y no consiente su propia violación.
Además, el interés público no podría justificar este inhumano dilema: o la muerte o la cárcel.
Aquí debiera terminar mi exposición si no fuera que mi situación de primer votante me obliga a prever toda clase de objeciones y, como el Quijote, "entrar con ellas en fiera y desigual batalla".
Hay cierto pensamiento jurídico vernáculo que prescinde de la manera como llega a la autoridad el conocimiento de un delito porque no existen en el código procesal formas sacramentales para la iniciación de un sumario. Conocido un delito de acción pública, ésta se encuentra en condiciones de ser ejercida.
En virtud de tal premisa se concede incluso que el denunciante haya violado el secreto profesional y cometido el delito previsto y penado en el art. 156 del Cód. Penal, pero se agrega que tal no empece al ejercicio de la acción contra la abortante por hallarse incursa en el delito del art. 88 del mismo código.
En contra de esta manera de considerar el problema he pensado siempre que cuando la ley no quiere la comisión de un hecho y lo conmina, tampoco quiere otras consecuencias que no sean la pena, la indemnización de los daños producidos, etc. Si no obstante la admonición legal esas otras consecuencias sobrevienen, la ley resulta doblemente violada: la primera vez por el médico infidente; la segunda, por quienes enterados de lo que la ley no quiere, la aplican en contra de la víctima de esa infidencia. Esta segunda violación determina la insanable nulidad de lo actuado.
En los casos previstos en el art. 72 del Cód. Penal si la acusación o denuncia no fuere hecha en las condiciones allí establecidas, y no obstante siguiere el proceso por ignorancia de la defensa e inadvertencia de los magistrados intervinientes, éste será inexorablemente nulo, aunque ya no puede invocarse la razón habida por la ley para instituir la acción de instancia privada: el respeto de la esfera íntima, la cual estaría ya gravemente vulnerada por el "strepitus fori".
Con motivo del delito de resistencia a la autoridad puede presentarse una situación similar cuando el funcionario no actúe en el ejercicio legítimo de sus funciones y el particular resista la orden impartida contra él. Alguna corriente en Italia se pronuncia en favor de la autoridad cuya orden no se puede discutir (una especie de "solve et repete" absurda y pretorianamente aplicada a la libertad de las personas).
A esto contesta enérgicamente Carrara en los párrs. 2765 y 2778 de su programa, citado por Soler, "Derecho Penal Argentino", t. V, p. 108, el cual le hace decir con elegencia que "cuando un funcionario incurra en abuso, sería preciso condenar a un tiempo a los dos sujetos, uno por abuso de autoridad y otro por resistencia a la autoridad abusiva". En el ya citado párr. 2765, Carrara les pregunta a los sostenedores de tamaña incongruencia si lo dicen "seriamente o por hipocresía", y después de suponer una tal sentencia inquiere sobre su moral. En el otro, el 2778, califica de "monstruosa combinación la declaración conjunta de culpabilidad del oficial público y del ciudadano que se le resistió".
Como curiosidad destaco que Soler, ibídem, comenta que "esa posibilidad no escandalizó a la Cámara Criminal y Correccional" en Fallos, t. 1, p. 71, aunque luego reconoce que ya no es el criterio de este tribunal.
Desgraciadamente no es tampoco ésa la única vez que se ha incurrido en interpretaciones de la misma naturaleza, dicho sea esto con el mayor respeto.
Voto por la negativa, dejando expresamente a salvo que la exención de proceso alcanza sólo a la abortante.
El doctor Pena dijo:
El problema procesal tiene un sobrentendido presupuesto cuya solución es decisiva: resolver la colisión de deberes impuestos al profesional.
Entre nosotros no existe, como en la ley italiana, la obligatoriedad incondicionalmente fijada a los médicos de denunciar todo caso de aborto, sea o no sospechoso de delito (v. Maggiore, G., "Derecho Penal", t. III, p. 320; Manzini, "Tratado de Derecho Penal", 10, 63, entre otros), por lo cual la cuestión debe enfocarse en el plano "rigurosamente objetivo de la antijuridicidad y de los motivos que la excluyen" (Jiménez de Asúa, Luis, "Tratado de Derecho Penal", t. IV, p. 418) y parece que "en estos casos, el derecho no tiene más solución que la de sacrificar uno de los dos bienes en conflicto" (Soler, Sebastián, "Derecho Penal Argentino", t. IV, p. 121).
Si se acepta este punto de partida la solución habrá de ser buscada en la propia ley y del conjunto de normas que establecen la obligatoriedad de la denuncia debe "sin embargo quedar excluido el caso en que ese conocimiento del delito se hubiera obtenido por revelaciones que le fueren hechas bajo el amparo del secreto profesional", conforme a expresa prescripción del art. 167 del Cód. Procesal de la Nación. Esta excepción, que significa una prohibición de denunciar y, por ende, limitativa tanto de la imposición como de la facultad para hacerlo se explica desde el punto de vista sustancial porque la violación de ese secreto está expresamente prevista como delito por el art. 156 del Cód. Penal (Clariá Olmedo, Jorge A., "Derecho Procesal Penal", t. III, p. 38).
Lo dicho hace innecesario diferenciar si el secreto fue exigido, como lo sostienen Eusebio Gómez ("Tratado de Derecho Penal", t. III, p. 436) y Alfredo J. Molinario ("El secreto profesional de quienes ejercen el arte de curar y la obligación de denunciar delitos", en Revista de Derecho Procesal, 1944, p. 398 y "Derecho Penal" ­­comp. Toscano­­, p. 399), pues de todas maneras, la culpable intervención que tuvo la autora o consentidora de aborto es noticia que el médico recibió en razón y ejercicio de su profesión, y como tal se encuentra bajo la tutela de la prohibición. Aceptar la validez de las manifestaciones incriminatorias que el confidente pueda hacer respecto de su asistida lleva a la pérdida de las garantías que para ella representa el deber del secreto reglado. "Para el médico, en efecto, la abortante es antes que nada una paciente a la que está obligado a asistir y procurar curación; obligarle, en tales condiciones, a denunciar a su propia cliente, sobre recargar su conciencia y constituir una flagrante violación del secreto profesional, redundaría a buen seguro en grave perjuicio y riesgo de las asistidas, pues muchas de ellas, ante el fundado temor de que la consulta médica sirviere de antesala a la prisión y al deshonor, preferirían ocultar su estado o seguir entregadas al arbitrio de comadres o curanderos" (Quintana Ripollés, A., "Tratado de la Parte Especial del Derecho Penal", t. I, p. 520).
Contesto negativamente al cuestionario que se nos propuso a fs. 53, y con el alcance del voto del doctor Lejarza.
Los doctores Rassó y Negri adhirieron al voto precedente.
El doctor Amallo dijo:
En la causa 4063 de la sala I, sostuve, juntamente con el doctor Lejarza, que no podía instruirse sumario criminal en los casos en que se dieran las circunstancias que hacen, ahora, a la materia de este plenario.
Aunque los jueces de cámara que me preceden en orden de sorteo han agotado prácticamente los argumentos con que podría sustentar mi criterio, que es el de entonces, el carácter de mi voto en aquella ocasión, con el que se logró mayoría en la sala, me impone, consecuentemente, con las razones allí expuestas, la obligación de insistir en ellas, aun con desmedro de una razonable brevedad.
Debo así volver nuevamente sobre el problema que crea la obligación de mantener el secreto profesional, cuya violación pune el art. 156 del Cód. Penal, frente al deber de los médicos de hacer conocer al juez competente, al Ministerio Fiscal o a funcionario de la policía, los envenenamientos y atentados graves, en los cuales hubiesen prestado los socorros de su profesión, en orden a lo dispuesto por el art. 165 del Cód. de Procedimientos.
En principio, de la sola lectura de ambos textos legales, se infiere su particular antagonía, pero un estudio más detenido nos lleva a otra conclusión, si se los analiza también con el art. 167 del último de los códigos nombrados.
Esta última disposición legal exime de la obligación de la denuncia, a los médicos, cirujanos, etc., intervinientes, cuando los mismos hubieran tenido conocimiento del delito, por revelaciones que les fueron hechas bajo el secreto profesional.
Es necesario, ante todo, entender claramente cuál es el secreto y cuáles esas revelaciones. No podemos admitir, de manera alguna, que la ley exija que la reserva haya sido solicitada en forma expresa. El enfermo que busca los auxilios de un médico piensa que lo hace con la seguridad de que sus males no serán dados a conocer, porque el secreto más estricto los ampara. Es algo sobre­entendido, que no es necesario renovar en cada visita o asistencia. Pensar otra cosa sería como admitir que los fieles que se acercan al confesionario, en busca de alivio a su conciencia y de perdón a sus pecados, tendrían que requerir esa misma reserva al confesor. Ello sería sencillamente absurdo, puesto que, como lo destaca el doctor Sebastián Soler, el secreto es el mismo, sea o no comunicado o advertido.
Para el autor citado, la regla en estos casos es la reserva, que se impone siempre, incluso en los casos del art. 165, porque para que se esté obligado a denunciar es necesario que no se trate justamente de un secreto. Contra lo que comúnmente se supone, no existe para el médico lo que el mismo Soler llama "zona de facultad"; en los casos del art. 165 debe denunciar siempre que no haya secreto o callar si lo hay (autor cit., "Derecho Penal", t. IV, p. 132).
La aparente oposición entre ambas disposiciones legales, debe interpretarse en el sentido de que quien recurre a un médico por una afección autoprovocada, aun delictuosa como el aborto, goza de la seguridad de que su secreto no será hecho público; en cambio, no ocurre lo mismo cuando el atentado lo ha producido un extraño, desde que esa acción es extraña a la relación existente entre el médico y el enfermo, que es la amparada por la ley. En estos casos el facultativo debe denunciar el hecho delictuoso ejecutado por terceros, salvo en casos como los de los delitos contra la honestidad, en que la viabilidad de la acción depende de la instancia privada, para cubrir los riesgos del "strepitus fori".
Es verdad que podría hacerse la distinción entre los médicos que ejercen su profesión en forma privada y los que lo hacen con el carácter de empleados o funcionarios públicos, cuya conducta frente al conocimiento del hecho delictuoso podría estar reglada por el art. 164 del Cód. de Proced. y a los cuales no se referiría el art. 167 del mismo código.
El planteo es, a mi juicio, más aparente que real, desde que la ley, en el primero de los textos citados, no pareciera haber incluido al médico, incluyéndolos, en cambio, de manera específica en el art. 165. En esta dualidad funcional ­­médico y funcionario­­ predominan necesariamente factores de índole profesional que se originan en normas morales y jurídicas que rigen el ejercicio de la medicina, como profesión, en la que está interesado el orden público.
Por otra parte, una solución contraria nos llevaría al absurdo de admitir que un mismo médico estaría o no obligado por el secreto profesional, según actuara en su consultorio particular o en la sala, gabinete o dispensario público. De hecho nos encontraríamos frente al irritante distingo entre el enfermo que cuenta con medios para su asistencia privada y el que, por no contar con ellos, necesita concurrir a un hospital oficial. Para unos no podría admitirse la denuncia, para los otros tal denuncia sería obligatoria y de esa manera el art. 16 de la Constitución Nacional sería letra muerta y la igualdad ante la ley un precepto caduco. El simple planteo de esta discriminación nos demuestra la enormidad del absurdo en ella contenido.
Debo también agregar que si los médicos y demás profesionales en el arte de curar, no pueden ser admitidos como testigos, de acuerdo con el inc. 5° del art. 275 del Cód. de Proced., para deponer sobre hechos que por razón de su profesión les han sido revelados ­­y aquí no se hacen distinciones de ninguna especie­­, lógico es pensar que tampoco puedan denunciar esos mismos hechos, desde que en ambos casos la "ratio legis" es la misma.
Asimismo, el problema ofrece a su vez un aspecto, que, desde el punto de vista de nuestro orden jurídico, asume primordial importancia. Si una mujer busca el auxilio médico porque se siente herida en su organismo, a veces con verdadero peligro de muerte, lo hace desesperada, acosada por la necesidad, forzada a ello contra su propia voluntad. Su presencia ante el profesional en el arte de curar, para tratar un aborto, que si bien provocó, ahora no puede controlar, en sus últimas consecuencias, implica mostrar su cuerpo, descubrirle en su más íntimo secreto, confesar su delito, porque su actitud resulta una confesión al fin. Entonces es cuándo cabe preguntarse si alguien tiene el derecho de burlarla, haciendo pública su conducta, violando, con su secreto, otra vez una garantía constitucional, que enunciada en el art. 18 de nuestra Ley Suprema, establece de manera indubitable que nadie está obligado a declarar contra sí mismo, y no podría negarse que en tales casos, la obligación es urgida por el derecho a vivir.
Por último, tampoco encuentro colisión entre la obligación de los médicos, parteras, enfermeras, etc. de mantener el secreto profesional en estos casos, con lo dispuesto por el art. 277, inc. 6°, que sanciona por el delito de encubrimiento a los que dejaran de comunicar a la autoridad las noticias que tuvieren acerca de la comisión de un delito, cuando estuvieren obligados a hacerlo por su profesión o empleo. Las razones de que he hecho mérito anteriormente, demuestran, a mi entender, que aquellos profesionales no sólo no están obligados a denunciar los casos de aborto provocado por la propia paciente, sino que la denuncia invade la órbita de lo ilícito. Tal conclusión me exime de otros argumentos.
Si la denuncia a que he venido refiriéndome no ha podido formularse, por contrariar disposiciones legales de indudable aplicabilidad y normas de conducta que constituyen el fundamento moral de una profesión que, como la medicina, tan íntimamente está ligada al orden social del país, dicha denuncia no puede servir de base a proceso alguno contra la denunciada.
Por estas razones y lo expuesto por los doctores Lejarza y Pena, voto contestando negativamente.
El doctor Millán dijo:
Mi respuesta será afirmativa porque ninguna norma procesal puede prevalecer sobre las de carácter penal.
Las primeras son de orden local, mientras que las segundas pertenecen a la Nación, por mandato expreso de la Constitución Nacional (art. 167, inc. 11).
Las provincias han delegado en el poder central la facultad de dictar el código penal, por lo que no puede pensarse que se hubieran reservado, de acuerdo con el art. 104 de la Carta Fundamental, ni un ápice de esa materia (salvo la excepcional situación del art. 32 de la misma).
Pues bien, el Estado federal ha dictado el código represivo y en el mismo se incrimina el aborto de la mujer, causado por ella o consintiendo en que otro se lo cause (art. 88, Cód. Penal).
En la oportunidad de su sanción se contemplaron todas las teorías desincriminatorias del aborto y se las rechazó.
De manera, pues, que las jurisdicciones locales, por ley procesal, no podrían llegar, ni siquiera de modo indirecto, a soluciones que a la postre significarían enrolarse en posturas desincriminatorias.
El delito de aborto es de acción pública, también por mandato del Cód. Penal (art. 71), por exclusión.
No sería correcto, por repugnante a la Constitución Nacional, que una provincia, por vía de una disposición parecida y aun más extrema que el art. 167 del Cód. de Proced. Crim., conllevara, en los hechos, una verdadera desincriminación del aborto de la madre. Es sobradamente conocido que un obstáculo legal contra la represión de un delito es tan eficiente para impedir su castigo como una verdadera desincriminación.
En el caso particular de la presente convocatoria diré, como en oportunidades precedentes, que la ley argentina no coloca a la mujer embarazada en ningún "dilema" cuando incrimina el aborto.
La coloca siempre, casada o soltera, en la alternativa de conservar o perder la vida naciente que lleva en su seno.
Es en este instante en el que debe ubicarse el problema y no en el subsiguiente a la ilícita maniobra abortiva.
Naturalmente que me estoy refiriendo a la mujer que ha abortado con su consentimiento, incriminada en el art. 88 del Cód. Penal, y sus cómplices en el art. 85, inc. 1°.
Las frecuentes víctimas de aborto no querido no son, como es lógico, castigadas en modo alguno y muy bien que se cuidan de hacerlo saber a comadronas, médicos y policías.
No deben ser confundidas con aquellas que acceden por conveniencia (su comodidad, tranquilidad social o seducción), puesto que la ley ha escogido ­­muy bien por cierto­­ entre ambos valores y se ha quedado con el de la preservación de la maternidad y la vida naciente.
Digo esto en afirmación del loable criterio escogido por la ley, que no ha desincriminado el aborto, desechando los argumentos de crítica social materialista que se le oponen y no porque el juez de cámara del primer voto confunda las situaciones.
Pero viene al caso, además, por lo siguiente: la ley ha escogido la solución incriminatoria porque ha considerado que la "vida" en gestación en el materno claustro es un bien jurídico superior a todo otro, como serían el desamparo y repudio de la madre soltera, sus reales y verdaderos padecimientos de orden familiar y social, la muy corriente penuria de ella y el hijo inocente, aun la miseria y el repudio de ambos.
Pues bien, si ello es así y lo es frecuentemente ¿pudo haber querido la ley evitar el mal menor del procesamiento a la madre que se burló de la ley natural de la maternidad y de la ley positiva de la incriminación del aborto?
Por cierto que no. De lo que deriva esta conclusión bien clara: es justa causa de revelación de un aborto cuando éste haya sido obtenido mediante maniobras que la ley represiva castiga.
La cuestión de la figura penal del art. 156 es ajena al plenario. La procedencia del castigo de la revelación del secreto profesional será examinada en cada caso de acuerdo con la adecuación del concretamente querellado a las exigencias del tipo penal. Pero no debe olvidarse que una de ellas es que la revelación se haga "sin justa causa". Para mí, la que plantea la convocatoria sería, en principio, justa causa.
Con lo que se acabaría todo el enfrentamiento de dos disposiciones penales, sin olvidar que la de la violación de secreto es de acción privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
No se hable de la causa legal de justificación del art. 34, inc. 3° del Cód. Penal, en el caso de la mujer que debe optar entre procurarse asistencia médica o correr un riesgo para su salud o para su vida, porque el estado de necesidad juega únicamente en los supuestos en que el causante del mal haya sido extraño al mismo y la mujer que causa su aborto o consiente en el que le provoca otro no es extraña al resultado expulsión o muerte violenta del feto.
Debo hacer ahora algunas anotaciones circunstanciales: cuando en el plenario "Seni", sobre coexistencia de los delitos de entrega de cheque sin provisión de fondos y exigencia dolosa de cheque voté como lo hice y dije lo que dije, se enfrentaban dos normas de igual jerarquía constitucional, los arts. 302 y 175, inc. 4° del Cód. Penal. Aquí se enfrentan disposiciones de carácter penal y procesal.
Si en algún otro caso, como en el del proceso "Olivera, Mario A. y otros", sostuve algo aparentemente contradictorio con lo que aquí siento, lo hago tras larga deliberación; pero, recalco, la contradicción es más aparente que real, porque las situaciones son diferentes.
El secreto profesional del sacerdote y el del abogado son muy distintos a los del médico oficial. El sacerdote no es funcionario público y, cuando lo es, el pecador no acude a él en tal carácter sino exclusivamente en el de sacerdote. El abogado cumple con la misión constitucional de la defensa jurídica (art. 18, Constitución Nacional).
Bueno sería que el encargado de asistencia legal saliera a revelar lo que supo a raíz de su elevado ministerio, porque prestaría a la contraparte, particular o acción pública, elementos que hacen o pueden hacer a la defensa individual.
De otra parte, nadie condena a la cárcel o al suicidio a la abortante, porque todo es cuestión de que no revele, ella, su asentimiento a las maniobras abortivas o individualice al que se las produjo. Y con esto se acaba la espinosa cuestión. Ni ante el profesional del arte de curar, ni ante el juez, ni ante nadie, está obligada a declarar contra sí misma. Pero si lo hace, deberá atenerse a las consecuencias de cualquier confesión judicial o extrajudicial.
El doctor Munilla Lacasa dijo:
La formación de sumario en delitos de acción pública no puede omitirse y entiendo que por esta vía, so capa de fijar doctrina, no corresponde, así y por anticipado, resolver lo contrario, ya que la ley represiva nos manda la persecución y represión de los delincuentes (art. 274).
Normalmente la denuncia es facultativa, pero resulta obligatoria en el caso que nos ocupa; doblemente obligatoria si además de funcionario es médico, etc. (arts. 164, 165 y 166, Cód. de Proced. Crim. y 277, inc. 6°, Cód. Penal).
Igualmente resulta imperativa la declaración testimonial (arts. 273, Cód. de Proced. Crim. y 243, Cód. Penal) y en ambas hipótesis, a diferencia del caso del art. 72 del Cód. Penal, que preceptúa algo distinto, la valoración en punto al aspecto incidental de la culpa y de la justa causa a que se refiere el art. 156 de la ley de fondo, estaría condicionada por el art. 167 de la ley de rito. Es por el juego de esos principios que habría de juzgarse, si se querellara; lo que persuade sobre la imposibilidad de infringirlo por parte de quien dice lo que la ley le ordena no callar.
En suma, estas breves consideraciones, las muy convincentes del doctor Millán cuya conclusión suscribo y lo dicho por el doctor Frías Caballero, "in re": "Olivera, Mario A. y otros" (J. A. del 2 de octubre de 1965 [Rev. LA LEY, t. 115, p. 711]) me convencen de que debe hacerse sumario. Por tanto, voto por la afirmativa.
El doctor Fernández Alonso dijo:
La cuestión planteada es de naturaleza pura y exclusivamente procesal.
De existir una excusa absolutoria a favor de la imputada de haberse causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causase, deberá ser resuelta en su oportunidad por el juez que entiende en la causa; pero no es ésta la ocasión para juzgar dicha conducta, ni es éste el tribunal para decidir ab initio si afrontó un grave peligro para su vida y enfrentó un dilema crucial. Ello no puede impedir la formación del sumario y el procesamiento de la abortante.
En oportunidad de votar en la causa "C. M. E. y otros" del 3 de abril de 1962, publicada en Rev. LA LEY, t. 109, p. 740, dije: "En cuanto al mencionado «estado de necesidad» y «no exigibilidad de otra conducta», son principios que deben sólo aplicarse a la comisión de un delito, pero técnicamente resultan inadecuados para resolver el problema de morir a las puertas del hospital o exponerse a ser denunciada por un hecho criminal cometido antes. Igual dilema se le presentó a la mujer entre la vida de su hijo y el ocultamiento de su gravidez, y prefirió sacrificar el feto; después debió elegir entre la vida propia y el proceso y optó por éste. Creo que en la escala de valores eligió mal la primera vez y bien la segunda".
Ratifico plenamente este punto de vista, y sin la menor hesitación doy mi voto por la afirmativa.
El doctor Vera Ocampo dijo:
Tanto se ha insistido en opiniones precedentes en acordar tratamiento preferente, si no exclusivo, al estudio de problemas no comprendidos en el cuestionario propuesto que por mi parte me siento obligado a expresar que ajustaré mi respuesta condicionándola rigurosamente a los claros términos en que ha sido formulado el tema, consistente en determinar si procede instruir sumario criminal en contra de la mujer que haya causado su propio aborto o consentido a que otro se lo causare sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de un cargo oficial.
De acuerdo con los textos legales repetidamente recordados con anterioridad por los jueces preopinantes que deliberadamente omito mencionar una vez más, no ofrece ninguna dificultad advertir, por necesaria gravitación del principio general regulador de la formación del proceso penal, que es obligatorio instruir sumario cuando un funcionario público profesional en el arte de curar denuncia un aborto provocado por la propia mujer o consentido por ella del que hubiera tenido conocimiento en el ejercicio de sus funciones sin serle revelado por la misma, porque resulta de toda evidencia en la hipótesis que se trata de un caso ordinario de denuncia de un delito de acción pública.
La dificultad, aunque sea sólo aparente, está en dar con la respuesta correcta al problema que se plantea cuando el funcionario denunciante conoció la existencia del aborto por noticia proporcionada por su autora a fin de obtener asistencia médica. Como el deber de guardar secreto dispuesto por la ley en tales condiciones tutela la libertad individual inviolable de quien lo ha confiado ­­en su forma más íntima­­ priva sobre la obligación genérica de denunciar el posible delito, a tal punto que impone considerar jurídicamente inexistente una denuncia semejante y, en su consecuencia, ineficaz en absoluto para la formación de sumario criminal respecto de ella. Así dejo expresada mi opinión.
El doctor Prats Cardona dijo:
Pienso, como el doctor Vera Ocampo, que la respuesta al temario debe concretarse según los términos en que ha sido planteado y que lo circunscriben a una cuestión procesal. Por consiguiente, la clave del problema radica en los alcances que se asignen a los arts. 165 y 167 del Cód. de Proced. Crim., vigente para la justicia nacional.
Sin dejar de reconocer que la conciliación entre ambos dispositivos legales ofrece serias dificultades, dando así origen a las dispares interpretaciones, doctrinarias y jurisprudenciales, sustentadas, por mi parte, entiendo que el criterio más prudente, razonable y correcto es considerar que el art. 165 establece, como norma general, la obligatoriedad de la denuncia para los profesionales del arte de curar que, en su ejercicio, hayan tenido noticia de algún hecho delictuoso, salvo la excepción que de tal modo la llama el art. 167, en el caso que la propia víctima del delito lo revelare bajo el sigilo del secreto profesional, que consagra el juramento hipocrático y cuya inobservancia sanciona el art. 165 del Cód. Penal, con igual salvedad de la "justa causa".
No se trata de hacer un juego de palabras, sino de ajustarnos estrictamente a la ley. Por esto, invertir el carácter restrictivo del art. 167 para acordarle un sentido generalizante, sobre la base de consideraciones sociológicas o sentimentales, por muy respetables y generosas que aparezcan, será siempre extramuros de "lege lata". Y la solución ha de buscarse por otras vías atenuadoras como la que contempla el proyecto de Cód. Penal de 1960 (art. 119).
Señalado, pues, que el art. 167 de nuestro Cód. de Proced., sólo puede referirse, a mi juicio, en su armónica y lógica correlación con las demás normas integradoras del ordenamiento jurídico, a las revelaciones en secreto de la víctima del delito, va de suyo que en los casos de aborto provocado o consentido por la madre, ésta no asume tal calidad, sino la criatura por nacer, que no era persona futura y sí una realidad viviente (art. 63, Cód. Civil y nota del codificador).
Permítaseme que proponga un claro ejemplo: una mujer con el propósito de eliminar el hijo que engendra se interna en un sanatorio, clínica u hospital, ya sea público o privado, y allí se provoque o haga provocar por tercero su aborto, manifestando luego que la criatura nació muerta. Los únicos que saben la verdad de lo ocurrido son los médicos, enfermera, etc., del establecimiento, quienes tomaron conocimiento de ello por razón de su estado, oficio, empleo, profesión o arte. ¿Están o no obligados, en esas condiciones, a denunciar el hecho?
La respuesta me parece tan obvia que omito explicitarla.
No se invoque, por fin, el remanido argumento de que la amenaza de ser denunciada coloca a la abortante ante el dilema de arriesgar su vida o perder su libertad. Todas las cosas tienen un precio que hay que pagar cuando el motivo determinante que las causa no ha sido extraño a la propia conducta. Y la culpabilidad es un peso que cada cual debe cargar personalmente, tarde o temprano.
De ahí mi categórico voto por la afirmativa.
El doctor Black dijo:
Creo, como el doctor Prats Cardona, que puede y debe instruirse sumario sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su cargo oficial y ello en cumplimiento de claras disposiciones procesales que obligan a los funcionarios policiales a formar causa penal no bien tuvieren conocimiento de un delito de acción pública (arts. 183, 184 y sigts., Cód. de Proced. Criminal).
La particular circunstancia de provenir la denuncia de un médico que haya tomado conocimiento del hecho en el ejercicio de su cargo, no modifica la relación procesal, porque la ley les ha impuesto a los profesionales del arte de curar la doble obligación, de efectuar las denuncias de la especie en términos perentorios, ya sea en su calidad de funcionarios públicos o de médicos privados (arts. 164 y 165, Cód. de Proced. Crim.) con sólo la excepción prevista en el art. 167 para el caso de haber entrado en conocimiento por revelaciones que le hubieran sido hechas bajo secreto profesional.
Es para mí el claro sentido legal, que adecua el interés de la libertad individual con el de la defensa social, pues de generalizarse la tesis que postula la nulidad de las actuaciones policiales y judiciales originadas en la denuncia de un médico en hechos conocidos fuera del sigilo del secreto profesional, llevaría a la incongruencia institucional de perseguir por un lado el Estado la criminalidad por intermedio de los órganos de seguridad y, por otro, a favorecerla, asegurándoles dentro de la mayor impunidad a los delincuentes su asistencia en los establecimientos públicos, de donde una vez restañadas sus heridas podrían volver libremente al seno social para continuar con su quehacer delictuoso. Por ello, voto por la afirmativa.
El doctor Romero Victorica dijo:
El derecho a vivir ­­que no pierde quien ha delinquido­­ y el de no acusarse ­­que tiene precisamente en aquel caso su pleno sentido­­ no deben ser situados en posición de conflicto irreductible. Se trata de derechos humanos esenciales, y es preciso no sacrificar uno al otro. Ello está en el interés no sólo del individuo titular de esos derechos, sino también, al mismo tiempo, en el de la sociedad, que, como sociedad de personas ­­solidaria, por tanto, con éstas­­, reconoce como lo más valioso del bien común la vigencia de los derechos esenciales inherentes a la personalidad, y su primacía incluso sobre la facultad estatal de reprimir los delitos, la cual tiende a salvaguardar bienes jurídicos y no a allanar los más fundamentales.
El que nadie está obligado a declarar contra sí mismo es expresión constitucional de esa primacía. Y es norma de derecho positivo que conduce directamente a la solución de la cuestión planteada en esta convocatoria: Si es injusto obligar a quien delinquió a que provoque, acusándose, su propia condena, es igual y, consiguientemente, injusto condenarla sobre la base de una autoacusación a la que se vio forzada nada menos que por la inminencia de perder su humano derecho a sobrevivir a su delito.
Pero no hay razón ­­salvo la observancia que pueda corresponder de la norma del art. 163 del Cód. de Proced. Crim.­­ para que los demás responsables queden exceptuados de la regla general de la represión penal.
Consecuentemente, opino que la siguiente sería adecuada respuesta al cuestionario planteado: "Debe instruirse sumario criminal con motivo de aborto provocado o consentido por la propia mujer en quien se causare, sobre la base de la denuncia efectuada por quien conoció el hecho en ocasión del ejercicio de la profesión del arte de curar; pero, si lo supo por noticia procedente de la misma mujer que requirió asistencia, ella no podrá ser sometida a procesamiento". En tal sentido doy mi voto.
El doctor Ure dijo:
El delito de aborto es de acción pública y, en consecuencia, debe instruirse sumario cualquiera sea el conducto por el que la noticia llegó a conocimiento de la autoridad judicial o policial. Si el profesional incurrió o no en el delito de violación de secreto (art. 156, Cód. Penal) por la delación de una confidencia, es cuestión ajena al temario propuesto y aun en la primera hipótesis, parece claro que la comisión de este último delito no tiene poder excluyente del otro. Adhiero, pues, a la tesis afirmativa.
El doctor Argibay Molina, por las razones dadas por el doctor Ure, votó por la afirmativa.
El doctor Frías Caballero dijo:
La mujer urgida por la necesidad de asistencia médica a raíz de un aborto provocado por ella misma o por un tercero con su consentimiento, confronta incuestionablemente (como se ha señalado en votos anteriores) una grave situación dilemática: o solicita el auxilio médico para conjurar el peligro en que se halla y entonces se expone a la denuncia del hecho, al proceso y a la condena criminal, o se resigna incluso a la posibilidad de perder la vida.
Esta es, a mi juicio (con independencia de los problemas conexos relativos al secreto médico emergentes de los arts. 164, 165 y 167, Cód. de Proced. Crim., en vinculación con los arts. 277, inc. 6° y 156, Cód. Penal), la única cuestión sometida a examen del tribunal a través del temario de esta convocatoria. A él me reduciré, pues, rigurosamente, en mi respuesta, sin tocar ningún otro problema cuya discusión no resulta necesaria para formularla.
Ello sentado, debo decir que mi opinión es coincidente con la tesis de los camaristas que se han pronunciado por la negativa con diversos fundamentos atendibles que, en general, comparto y juzgo inútil repetir aquí. Sólo me interesa destacar uno, fundamental y decisivo, según pienso, y que emerge del derecho positivo en vigor contenido en una norma nada menos que de jerarquía constitucional. Me refiero a la suprema garantía de que "nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo" estampada en el art. 18 de la Constitución Nacional. Por aplicación de este principio de obligatorio cumplimiento por mandato de la Carta Fundamental, y sin necesidad de acudir a especie alguna de aplicación analógica ­­legal o jurídica­­ "in bonam partem", pienso que no puede instruirse sumario criminal en contra de la mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo (sea este último público, esto es, oficial o privado).
La mera presencia ante el médico de la mujer autora o coautora de su propio aborto implica una autoacusación forzada por la necesidad impuesta por el instinto natural de la propia conservación, puesto que acude a él en demanda angustiosa de auxilio para su salud y su vida. No es, pues, posible admitir que una autoacusación de índole semejante sea jurídicamente admisible para pronunciarse en favor de la prevalecencia del interés social ­­si bien indiscutible­­ de reprimir su delito, con desmedro del superior derecho humano a la subsistencia y con menoscabo del principio que informa la norma constitucional citada. Si nadie está obligado a declarar contra sí mismo ­­según el derecho vigente­­, menos puede estarlo a sufrir las consecuencias de una autoacusación impuesta por necesidad insuperable. Por supuesto que lo dicho vale tanto para el caso de que la mujer acuda por sí misma, como para el supuesto de que sea ella llevada ante el médico por un tercero.
Va sin decir que el fundamento expuesto ­­como igualmente los que se han señalado en votos anteriores coincidentes­­ se reduce exclusivamente a la abortante sin rozar para nada la responsabilidad penal de terceras personas (autores, coautores, instigadores o cómplices) que queda indemne, y a los que corresponde instruir el proceso respectivo en todos los casos.
Bastaría con lo dicho para tener por formulada mi respuesta. No obstante, quiero señalar, por mi parte, que las complejas cuestiones referentes al secreto médico y sobre todo a su violación en los términos del art. 156 del Cód. Penal, no se hallan necesariamente vinculadas al tema propuesto. Si en algún caso concreto el secreto penalmente protegido ha sido violado, es cuestión que deberá entonces debatirse, no estando de más recordar ­­según con oportunidad se ha hecho en el voto del doctor Millán­­ que el mencionado delito es de instancia privada (art. 73, inc. 3°, Cód. Penal).
Los doctores Panelo y Quiroga adhirieron al voto precedente.
Por el mérito que ofrece el acuerdo que antecede el tribunal resuelve: "No puede instruirse sumario criminal en contra de una mujer que haya causado su propio aborto o consentido en que otro se lo causare, sobre la base de la denuncia efectuada por un profesional del arte de curar que haya conocido el hecho en ejercicio de su profesión o empleo ­­oficial o no­­, pero sí corresponde hacerlo en todos los casos respecto de sus coautores, instigadores o cómplices". ­­ José M. Lejarza. ­­ Mario H. Pena. ­­ Mario S. Rassó. ­­ Julio A. Negri. ­­ Roberto A. Amallo. ­­ Alberto S. Millán. ­­ Raúl Munilla Lacasa. ­­ Ovidio A. Fernández Alonso. ­­ Horacio Vera Ocampo. ­­ Jaime Prats Cardona. ­­ Ernesto N. Black. ­­ José L. Romero Victorica. ­­ Ernesto J. Ure. ­­ José F. Argibay Molina. ­­ Jorge Frías Caballero. ­­ Néstor Panelo. ­­ Jorge A. Quiroga. (Sec.: Carlos J. Acerbi).